El Observador – 1983-12-30(semanario)
Buenos Aires, Editorial Perfil, 30 de diciembre de 1983. Página 10.
El líder de La Comunidad responde al contenido de un informe
donde se lo señala como desestabilizador
El gobierno tiene en su poder varias carpetas en donde se analizan los factores que, en los próximos meses, pueden ser “fuerzas disociadoras” de la sociedad argentina. Además de la droga, la homosexualidad y la subversión, se menciona a La Comunidad, una organización entre mística y política, que dirige el mendocino Rodríguez Cobo, más conocido por Silo, quien explica “verdaderos propósitos” de la organización.
No está en duda la fuerza real del pacifismo sino su eficacia.
por Mario Rodríguez Cobos (Silo)
Cuando el 4 de mayo de 1969 proclamamos nuestro ideario, algún medio periodístico respondió: ¡Vallase a Vietnam, señor Silo!, aclarando más abajo: “ …¿cómo viene a predicar la no-violencia en el país más pacífico del mundo?” Luego de aquello sobrevino el “Cordobazo”, y de ahí en más la Argentina se convirtió en un infierno.
“¡El país más pacífico del mundo!” Demasiadas veces he escuchado esta frase o alguna parecida. La última fue en Sri-Lanka, exactamente el 27 de octubre de 1981. Entonces, el primer ministro R. Premedasa me dijo: “Su punto de vista es muy valioso… para el Oeste. Afortunadamente, en nuestro país no solo se vive en paz, sino que desde aquí se irradia la paz”. Hace pocos meses, la violencia desatada entre singaleses y tamiles arrasó con esa declaración.
Así, pues, ¿quién puede asegurar cabalmente que la paz en que vive no será quebrada en las próximas horas? Por esta inseguridad se mueven los pueblos. Con éxito o sin él… pero se mueven. Y seguirán las marchas por la paz. Y se concentrarán 700.000 personas en Nueva York, y desfilarán escandinavos y rusos en las calles de Moscú, y millones en Europa saldrán a expresar su repudio: “¡No a la OTAN, no al Pacto de Varsovia!”
Mientras tanto, se designará a cierto misil con el nombre de “Pájaro de la Paz”, y otro “Guardián de la Paz”.
Así están hoy las cosas. Y es el pacifismo el que se ocupa de ellas. También se ocupa de crear una conciencia antibelicista, de mostrar a la gente cuántos megatones le corresponden per capita; cuántos litros de leche son reemplazados por una granada; cuántos hospitales, escuelas, universidades, fábricas, calorías, proteínas, hidratos de carbono. En fin: cuánta vida es suplantada por las máquinas de la muerte.
Hay un pacifismo docente que apela a la estadística, a la dramatización, a la imagen y a la anécdota. Hay también un pacifismo declamatorio, un pacifismo lacrimógeno y uno mentiroso que sirve a intereses opuestos a la paz. De manera que no nos encontramos ante un sólido bloque de doctrina y de actitudes. Otro tanto sucede con la metodología del pacifismo, es decir, con la no violencia.
Y bien, ¿qué éxitos puede exhibir hoy el verdadero pacifismo comprometido? Tal vez la liberación de la India (pero no la posterior secesión de Pakistán); tal vez el reconocimiento de ciertos derechos civiles a los negros norteamericanos (pero no el ejercicio de iguales oportunidades); tal vez la introducción de algunos planteos básicos en la carta de la O.N.U., en el Tratado de Helsinki, en las comisiones de derechos humanos y en tribunales internacionales. Y no mucho más. Pero su influencia crece en las distintas latitudes, y recorre hoy el mundo sin acertar a consolidarse como doctrina, como método de acción y como estilo de vida.
Desde luego, desde el principio de la historia la aspiración pacifista acompaña al ser humano, así como desde entonces lo acompaña su sombra, el fracaso de la paz. Pero, desde comienzos del siglo XX un pacifismo activo, que podríamos llamar “ejemplar”, echa a andar por el mundo.
Un Gandhi ejemplar (discípulo de un Toistoi ejemplar y del Ahimsa jainista) se pone en marcha. Luego vendrá un Luther King, también ejemplar. Y esa “ejemplaridad” personal pasará trágicamente la los bonzos budistas, que se inmolarán en público sin poder impedir que Mnie Nuh y su dictador vietnamita sigan masacrando al pueblo. La ejemplaridad pasa, de pronto, al otro bando. Los miembros del I.R.A., en prisión, lazan su huelga de hambre (y mueren), sin lograr los fines propuestos.
Desde Gandhi hasta hoy, nadie puede dudar del valor y de la altura ética de los grandes exponentes del pacifismo. ¿Quién podría decir, razonablemente, que defienden intereses pequeños si pierden la vida dando el ejemplo?
No está en duda la fuerza moral del pacifismo. Está en duda su eficacia. A partir de las movilizaciones pacifistas de la época de la guerra fría empieza una lenta revisión de teoría y práctica. Ya no se cuestiona la influencia política o el valor (como factor de presión social) del pacifismo. El punto de discusión es otro. El punto es la no adecuación entre planteo y resultado, entre energía invertida y efecto producido.
Por cierto que la discusión va subiendo de tono, entre pacifistas revolucionarios y pacifistas reformistas (sospechosos de desplazar los temas fundamentales a favor del establishment), A su vez, los pacifistas revolucionarios, de distintos matices, se encuentran ante el tema que cuestiona, precisamente, el uso de su herramienta de acción: la no violencia.
En otras palabras, si la revolución es, básicamente, una transformación violenta de las estructuras económicas de la sociedad, ¿cómo puede el pacifismo ser no violento y al mismo tiempo revolucionario? Algunos tratan de salir del paso hablando de una revolución gradual, de acuerdo con las condiciones objetivas que presenta determinada sociedad. Pero como es lógico, no resuelven el problema de la violencia con un desplazamiento gradualista, sino que más bien terminan recostados en el reformismo que antes criticaban.
Por otra parte, los revolucionarios más lúcidos no están ya a la defensiva, sino que atacan la teoría historicista en las que las superestructuras sociales son simple reflejo de la base. Afirman, por el contrario (siguiendo lineamientos estructuralistas), que la supuesta “superestructura” no es simple reflejo, sino más bien condición de desarrollo de la base, en circuito de realimentación y no de causa efecto. Por lo tanto, así como la tecnología está revolucionando el modo de producir, una praxis social no violenta basada en condiciones objetivas y subjetivas del peligro moral para todos los bandos en pugna puede modificar (de acuerdo con el desarrollo de la comunicación social y de la comunicación directa), la estructura de base. Más simplemente expuesto, resultaría así: paz global o muerte global. Como las contradicciones entre sistemas son contradicciones económicas, tendrá que modificarse la base económica y el autoritarismo de los sistemas, a medida que capas cada vez más amplias del pueblo se sumen a la revolución pacifista. Según ellos, estallarán las huelgas por doquier, aumentará la resistencia pasiva y la desobediencia civil, desarticulándose los sistemas de represión por “incoherencia informativa”. Algo parecido a lo que sucedió recientemente en Irán, pero con un paso posterior progresivo y no con una regresión violenta y oscurantista.
Un pacifismo doctrinario exige superar el infantilismo romántico de otras épocas, y el eticismo a ultranza. Un pacifismo que quiera asegurar el futura debe ser eficaz. Un pacifismo doctrinario y revolucionario sólo puede partir del hecho de que vivimos en un estructura social violenta, en la que los medios de producción están apropiados y defendidos discriminatoriamente y que, por lo tanto, las relaciones sociales tienden a explicitar, en interminables contradicciones, la violencia de origen.
Tal violencia inicial está hoy inscripta en una estructura mayor de dominación, a la que se da la genérica denominación de “imperialismo”. La lucha contra el imperialismo y la violencia, en la Argentina, no puede ser ajena a al lucha de los pueblos iberoamericanos. Se trata, pues, de una confrontación económica en la que todos los sectores productivos deben alinearse (sin discriminación) en un amplio frente. Este no será posible si no se resuelve políticamente la estrategia y la coordinación del esfuerzo.
Un partido pacifista revolucionario, argentino y latinoamericano no puede eludir, desde su mismo origen estos puntos mínimos de relación entre nuestros pueblos:
- Firma de tratados de paz permanente entre los países en conflicto, mientras secundariamente se continúan las negociaciones de problemas particulares (generalmente de tipo fronterizo).
- Desmilitarización acelerada y proporcional de los países de la zona, bajo supervisión de una comisión de países latinoamericanos.
- Eliminación de barreras aduaneras, e integración económica mediante tratados específicos de complementación.
- Defensa y promoción de las empresas privadas nacionales con vocación de integración e intercambio latinoamericano.
- Negociaciones en común de nuestros países con los acreedores foráneos.
- Desarrollo franco y decidido de conversaciones con miras a la formación de un mercado común latinoamericano, y de un parlamento latinoamericano (con representación de los partidos de nuestros países).
- Cooperación para el desarrollo tecnológico, en base a compromisos específicos.
- Formación de una comisión permanente de derechos humanos, con carácter de tribunal latinoamericano, dedicado a recibir denuncias y a juzgar a quienes atenten contra la vida, y la libertad de nuestros pueblos.
La proclama del pacifismo revolucionario: “¡Humanizar la Tierra!”, se traslada a nosotros como “¡Humanizar Latinoamérica!” y “¡Humanizar Argentina!” Estaremos en esa dirección cuando comience a articularse un partido nacional y latinoamericano que sume factores a la lucha en común; que logre una representatividad parlamentaria creciente y que se dirija, con decisión, a la conquista del poder político en toda la zona.