Mientras Marduk crecía y ordenaba el mundo, algunos dioses se acercaron a Tiamat a recriminarle su falta de valor diciéndole: “Mataron a tu consorte y te quedaste callada y ahora tampoco nosotros podemos descansar. Te convertirás en nuestra fuerza vengadora y nosotros caminaremos a tu lado e iremos al combate”. Así gruñían y se amontonaban alrededor de Tiamat, hasta que ella cavilando sin cesar decidió por fin modelar armas para sus dioses. Rabiosa creó a los monstruos-serpientes de garras venenosas; a los montruos-tempestad; a los hombres-escorpiones; a los leones-demonios; a los centauros y a los dragones voladores. Once monstruos irresistibles creó Tiamat y luego de entre sus dioses elevó a Qingu y lo designó jefe de su ejército.(2) Ella confió a Qingu la dirección de sus tropas y sus armas y haciéndolo sentar en la asamblea, dijo: “He pronunciado en tu favor el conjuro que te da poder para dirigir a los dioses. Tú eres ahora mi esposo y los Anunnaki deben exaltar tu nombre. Te doy ahora las tabletas del Destino y las sujeto a tu cuello. Nada cambiará en este mandato y tu palabra prevalecerá”.(3)

Pero Ea, al conocer nuevamente los perversos designios buscó ayuda en otros dioses y proclamó: “Tiamat, nuestra engendradora, nos aborrece. Ha puesto a su alrededor y en contra nuestro a los terribles Anunnaki. Ha enfrentado a la mitad de los dioses con la otra mitad, ¿cómo podremos hacerla desistir? Pido que los Igigi se reúnan en consejo y resuelvan”. Y así se concentraron las muchas generaciones de Igigi, pero nadie pudo resolver la cuestión. Cuando pasado el tiempo ni emisarios ni valientes pudieron cambiar los designios de Tiamat, el anciano Anshar se levantó pidiendo por Marduk. Entonces Ea fue hasta su hijo y le rogó que prestara ayuda a los dioses. Pero Marduk replicó que en tal caso habría de ser elevado como jefe. Eso dijo Marduk y fue hacia el consejo.

Los dioses hincharon sus cuerpos con el licor dulce y el pan ceremonial. Exaltados gritaban a favor de Marduk y, nombrándolo su vengador, para él fijaron el destino. Erigieron un trono y sentándolo entre ritos y conjuros lo hicieron presidir. Ante Marduk pusieron un vestido y dijeron: “Tu palabra será suprema para crear o destruír, abre la boca y todo se cumplirá”. Marduk habló y el vestido se esfumó ante los ojos de todos. Nuevamente pronunció unas palabras y el vestido apareció resplandeciente. Al comprobar su poder, los dioses dijeron: “Tú eres el rey. Toma el cetro y el palu, toma el arma incomparable y destruye con ella a nuestros enemigos. Apodérate de la sangre de Tiamat y haz que se derrame en los lugares recónditos”.(4)

El Señor hizo un arco y lo colgó con su carcaj a su lado. Hizo una red para atrapar a Tiamat. Levantó la maza y puso en su frente el relámpago al tiempo que su cuerpo se llenó de fuego. Luego detuvo a los vientos para que nada de Tiamat pudiera escapar, pero creó los huracanes e hizo surgir la tormenta diluvial, al tiempo que montó en el carro-tempestad. A él unció la cuadriga de nombres terroríficos y como el rayo enfiló hacia Tiamat. Ésta en su mano sostenía una planta que expulsaba veneno, pero el Señor se acercó para  escudriñar en su interior y percibir las intenciones de los Anunnaki y de Qingu(5) –¿Es que eres tan importante para elevarte por encima mío como supremo dios? – bramó rabiosa Tiamat. — Tú te has exaltado altamente y has elevado a Qingu como poder ilegítimo. Tú odias a tus hijos y les procuras el mal. ¡Ahora en pie y choquemos en combate! – respondió Marduk, al tiempo que los dioses afilaban sus armas.

Tiamat conjuró y recitó sus fórmulas, y los dioses salieron a la lucha. Entonces, el Señor arrojó su red y la terrible Tiamat abrió su enorme boca. En el momento, aquel soltó los huracanes que penetraron en ella y lanzó la flecha que atravesó su vientre. Después se hizo cargo de sus oscuras entrañas hasta dejarla sin vida. El horrible ejército se desbandó y en confusión las afiladas armas fueron destrozadas. Ceñidos en la red, los prisioneros fueron arrojados a las celdas de los espacios subterráneos. El soberbio Qingu fue despojado de las Tabletas del Destino, que no le pertenecían, y encarcelado también con los Anunnaki. Así, las once criaturas que había creado Tiamat, fueron convertidas en estátuas para que nunca se olvidara el triunfo de Marduk.