Furiosa la princesa Ishtar se dirigió a su padre Anu y amenazó con romper las puertas del Infierno para hacer salir de él un ejército de muertos más numeroso que el de los vivos. Así vociferó: “Si no arrojas sobre Gilgamesh al Toro Celeste, yo haré eso”. Anu acordó con ella, a cambio de la fertilidad de los campos por siete años. Y de inmediato creó al Toro Celeste que cayó sobre la tierra. En la primera embestida la bestia mató a trescientos hombres. En la segunda otros centenares cayeron. En la tercera cargó contra Enkidu pero éste la retuvo por los cuernos y saltando sobre ella la postró. Mientras la bestia arrojaba una espuma sangrienta por la boca, Enkidu la aferraba pero ya a punto de desfallecer por el esfuerzo alcanzó a gritar: “¡Gilgamesh, hemos prometido a los dioses dar duración a nuestros nombres, hunde tu espada en el cuerpo de nuestro enemigo!” Arremetió entonces Gilgamesh y mató al Toro Celeste clavando su punzante espada entre los cuernos y  la nuca. De inmediato los amigos extrajero el corazón palpitante y lo ofrecieron a Samash. Pero la diosa Ishtar subió a la muralla más alta de Uruk y desde allí profirió una maldición sobre Gilgamesh. Habiendo oído Enkidu  vociferar a la princesa, no pudo controlar su furia y selló su destino al arrancar los genitales del Toro Celeste lanzándolos contra el divino rostro.

Cuando llegó el día, Enkidu tuvo un sueño. En él estaban los dioses reunidos en consejo: Anu, Enlil, Samash y Ea. Ellos discutieron por la muerte de Jumbaba y del Toro Celeste y decretaron que de los dos amigos, Enkidu debía morir. Luego despertó del sueño y contó lo visto. Volvió entonces a soñar y esto es lo que relató: “Los instrumentos musicales de Gilgamesh cayeron en un gran recinto. Gilgamesh los buscó pero no pudo alcanzar las profundidades en las que estaban. Con sus manos buscó el arpa y la flauta; con los pies trató de tocarlos. Sentado frente al recinto que comunica con los mundos subterráneos Gilgamesh lloró amargamente rogando que alguien trajera sus instrumentos desde la profundidad de los infiernos. Entonces Enkidu dijo: ‘ yo bajaré a buscar tu flauta’. De inmediato se abrió el foso que lleva a los infiernos y Enkidu descendió. Pasó un tiempo y el entristecido Gilgamesh rogó: ‘¡ que Enkidu pueda regresar y hable conmigo!’. El espíritu de Enkidu voló desde las profundidades como un soplo y los dos hermanos hablaron: ‘Tú que conoces el mundo subterráneo dime si allí has visto a quienes murieron en la furia de las batallas y a quienes murieron abandonados en los campos… – El que murió en batalla está asostenido por sus padres, pero aquel cuyo cadáver fue abandonado en los campos no tiene paz en los infiernos. También he visto a quien vaga sin que su espíritu sea recordado; merodea siempre inquieto y se alimenta de los desperdicios que la gente abandona’. Los dos hermanos quedaron en silencio”.(3)

Enkidu enfermó y murió. Gilgamesh dijo entonces: “Sufrir. ¡La vida no tiene otro sentido que morir! ¿Moriré yo como Enkidu? He de buscar a Utnapishtim a quien llaman ‘El Lejano’ para que explique cómo es que llegó a inmortal. Primeramente manifestaré mi luto, luego vestiré la piel de león, e invocando a Sin me pondré en camino”.

Había Gilgamesh recorrido todos los caminos hasta llegar a las montañas, hasta las mismas puertas del Sol. Allí se detuvo frente a los hombres-escorpión, los terribles guardianes de las puertas del Sol. Preguntó por Utnapishtim: “Deseo interrogarlo sobre la muerte y la vida”. Entonces, los hombres-escorpión trataron de disuadirlo de la empresa. “Nadie que entra a la montaña ve la luz”, dijeron. Pero Gilgamesh pidió que le abrieran la puerta de la montaña y así se hizo por fin. Caminando horas y horas dobles en la profunda obscuridad vio en la lejanía una claridad y al llegar a ella salió de frente al Sol. Cegado por el resplandor alcanzó a ver un inmenso jardín. Caminó por los caminos que recorren los dioses hasta que se encontró con un árbol cuyas ramas eran de lapislázuli. De esas ramas pendía el fruto del rubí.

Vestido con la piel de león y comiendo carne de animales, Gilgamesh vagó por el jardín sin saber en qué dirección ir. Al verlo Samash, apiadado le dijo: “Cuando los dioses engendraron al hombre reservaron para sí la inmortalidad. A la vida que buscas nunca  encontrarás”.

Gilgamesh siguió su camino hasta llegar a la playa en la que encontró al barquero de El Lejano. Hechos a la mar divisaron la tierra. Utnapishtim que los vio llegar pidió explicaciones al acompañante de su barquero. Gilgamesh dio su nombre y explicó el sentido de la travesía.