Gilgamesh tuvo un sueño y Enkidu dijo: “ Tu sueño significa que tu destino es ser rey pero no inmortal. Se, por tanto, justo con los que te sirven, sé justo ante los ojos del dios Samash. Usa tu poder para liberar y no para oprimir”.  Gilgamesh reconsideró su vida y descubrió que no había cumplido con su destino, por ello dijo a Enkidu: “Debo ir al país de la Vida, a donde crecen los cedros y debo escribir mi nombre en una estela en donde están escritos los nombres de aquellos que merecen gloria”.

Enkidu entristeció porque él como hijo de la montaña conocía los caminos que llevaban al bosque de los cedros. Pensó: “Diez mil leguas hay desde el centro del bosque en cualquier dirección de su entrada. En el corazón vive Jumbaba (cuyo nombre significa ‘Enormidad’). El sopla el viento de fuego y su grito es la tempestad”.

Pero ya Gilgamesh había decidido ir al bosque para acabar con el mal del mundo, el mal de Jumbaba. Y decidido como aquél estaba, Enkidu se preparó a guiarle no sin antes explicar los peligros. “Un gran guerrero que nunca duerme – dijo -, custodia las entradas. Sólo los dioses son inmortales y el hombre no puede lograr la inmortalidad, no puede luchar contra Jumbaba”.

Gilgamesh se encomendó a Samash, al dios-sol. A él le pidió ayuda en la empresa. Y Gilgamesh recordó los cuerpos de los hombres que había visto flotar en el río al mirar desde los muros de Uruk. Los cuerpos de enemigos y amigos, de conocidos y desconocidos. Entonces intuyó su propio fin y llevando al templo dos cabritos, uno blanco sin mancha y otro marrón, dijo a Samash: “El hombre muere sin esperanzas y yo debo cumplir mi cometido. Un largo camino hay hasta el recinto cerrado de Jumbaba, ¿por qué, Samash, llenaste mi corazón con la esperanza de esta empresa si no puede ser realizada?” Y el compasivo Samash aceptó las ofrendas y las lágrimas de Gilgamesh celebrando con él un pacto solemne.

Luego, Gilgamesh y Enkidu dieron órdenes a los artesanos para que forjaran sus armas y los maestros trajeron las jabalinas y las espadas, los arcos y las hachas. Las armas de cada uno pesaban diez veces treinta shekels y la armadura otros noventa. Pero los héroes partieron y en un día caminaron cincuenta leguas. En tres días hicieron tanto camino como el que hacen los viajeros en un mes y tres semanas. Aún antes de llegar a la puerta del bosque tuvieron que cruzar siete montañas. Hecho el camino allí la encontraron, de setenta codos de alto y cuarenta y dos de ancho. Así era la deslumbrante puerta que no destruyeron por su belleza. Fue Enkidu quien arremetió empujando sólo con sus manos hasta abrirla de par en par. Luego descendieron para llegar hasta el pie de la verde montaña. Inmóviles contemplaron la montaña de cedros, mansión de los dioses. Allí los arbustos cubrían la ladera. Cuarenta horas se extasiaron mirando el bosque y viendo el magnífico camino, el que Jumbaba recorría para llegar a su morada…

Atardeció y Gilgamesh cavó un pozo. Esparciendo harina pidió sueños benéficos a la montaña. Sentado sobre sus talones, la cabeza sobre sus rodillas, Gilgamesh soñó y Enkidu interpretó los sueños auspiciosos. En la noche siguiente Gilgamesh pidió sueños favorables para Enkidu, mas los sueños que tendió la montaña fueron ominosos. Después Gilgamesh no despertó y Enkidu haciendo esfuerzos logró ponerlo en pie. Cubiertos con sus armaduras cabalgaron la tierra como si llevaran vestiduras livianas. Llegaron hasta el inmenso cedro y, entonces, las manos de Gilgamesh blandiendo el hacha al cedro derribaron.

Jumbaba salió de su mansión y clavó el ojo de la muerte en Gilgamesh. Pero el dios-sol, Samash, levantó contra Jumbaba terribles huracanes: el ciclón, el torbellino. Los ocho vientos tempestuosos se arrojaron contra Jumbaba de manera que éste no pudo avanzar ni retroceder mientras Gilgamesh y Enkidu cortaban los cedros para entrar en sus dominios. Por eso, Jumbaba terminó presentándose manso y temeroso ante los héroes. Él prometió los mejores honores y Gilgamesh estaba por asentir abandonando sus armas, cuando Enkidu interrumpió: “¡No lo oigas! ¡No amigo mío, el mal habla por su boca! ¡Debe morir a manos nuestras!” Y gracias a la advertencia de su amigo, Gilgamesh se recobró. Tomando el hacha y desenvainando la espada hirió a Jumbaba en el cuello, mientras Enkidu hacía otro tanto, hasta que a la tercera vez Jumbaba cayó y quedó muerto. Silencioso y muerto. Entonces le separaron la cabeza del cuello y, en ese momento, se desató el caos porque el que yacía era el Guardián del Bosque de los Cedros. Enkidu taló los árboles del bosque y arrancó las raíces hasta las márgenes del Éufrates. Luego, poniendo la cabeza del vencido en un sudario la mostró a los dioses. Pero  cuando Enlil, señor de la tormenta, vio el cuerpo sin vida de Jumbaba, enfurecido quitó a los profanadores el poder y la gloria que habían sido de aquel y los dio al león, al bárbaro, al desierto. Entonces, los dos amigos salieron del bosque de los cedros.

Gilgamesh lavó su cuerpo y arrojó lejos sus vestiduras ensangrentadas, ciñendo otras sin mácula. Cuando en su cabeza brilló la corona real, la diosa Ishtar puso en él sus ojos. Pero Gilgamesh la rechazó porque ella había perdido a todos sus esposos y los había reducido a la servidumbre más abyecta por medio del amor. Así dijo Gilgamesh: “Tú eres una casa derruída que no protege contra la tempestad, eres las joyas de los palacios saqueados por ladrones, eres el veneno disimulado con manjares, eres un cimiento de piedra blanda, eres un sortilegio que te abandona en el peligro, eres una sandalia que hace tropezar en la carrera”.