¿No es verdad que cuando se escucha hablar de meditación, uno imagina cierto sistema de prácticas que tienen algo que ver con posturas orientales y venerables maestros muy sabios perdidos en las nubes del Himalaya? ¿No es cierto que para algunos espíritus bondadosos, la meditación así imaginada está desvinculada del quehacer cotidiano? ¿Que no se mezcla ni pierde pureza? ¿Que no roza el problema social, ni se mezcla con la vida de relación?

¿No es cierto que estas almas caritativas sienten que se pueden mejorar ellas mismas y mejorar la humanidad por el arte mágico de concentrar su atención en un punto del entrecejo?

Está claro que hay gentes que divagan de ese modo y que no tienen por qué revolucionar el sistema en que viven, ya que ellas son partes beneficiadas por el sistema.

Hay otros, más modestos en sus objetivos, que no necesitan aprender, ni recitar entre sus amistades un confuso palabrerío hindú y piensan que la meditación puede ayudar a aliviar tensiones nerviosas, a hacer mejor la digestión.

Para todos ellos debemos también explicar nuestro punto de vista, pero sin la esperanza de arrancarlos de creencias tan arraigadas, casi religiosas, teniendo sobre todo en cuenta que la verdadera meditación choca con sus intereses porque revoluciona su forma mental y su relación con el mundo.

Tratemos ahora de encuadrar el ámbito en el que surge la necesidad de la meditación. Veamos su contexto histórico-social e intentemos comprender cómo ese quehacer no está desvinculado del mundo, todo lo contrario. Más adelante estudiaremos qué no es meditación y las consecuencias que acarrea toda falsa meditación, reservándonos para el final de la exposición de hoy la caracterización de la correcta meditación simple y cotidiana. En los días siguientes hablaremos con precisión técnica sobre meditación trascendental.