Al percibir visualmente un objeto se lo ve emplazado en un determinado punto del espacio. Pueden apreciarse su alto, su ancho y también su volumen. Por otra parte, que el cuerpo percibido está más cerca de nosotros que otros objetos, o a la inversa.
La percepción visual es muy compleja. Todo objeto percibido tiene para nosotros color y extensión. Estas dos categorías son inseparables y forman una estructura.
Del mismo modo, en la representación visual no existe color sin extensión, ni a la inversa. Si se imagina un vidrio transparente, por ejemplo, y a través de él un determinado objeto, el «vidrio» (a pesar de su «transparencia») posee una cierta diafanidad o un tenue grisado que permite advertirlo como tal. Si, por otra parte, se imagina una mancha roja, a ésta se le puede dar tal amplitud que no se advierten sus límites, o bien se la puede representar como una «mancha» muy pequeña. En los dos casos advertimos su extensión.
En la percepción, los cuerpos se desplazan o permanecen en un punto dado, independientemente de las operaciones mentales del observador. Lo mismo sucede con el color (mantienen su color o lo modifican con independencia). El observador o el objeto podrán cambiar su posición y las modificaciones habrán de producirse con exclusión de las actividades mentales. Desde luego que a veces ocurren ilusiones y se toma el desplazamiento propio como si fuera del objeto, o a la inversa; pero eso no compromete al objeto en cuanto externo a la conciencia.
No pasa igual en la representación. Color y extensión pueden ser modificados por las operaciones mentales. También puede hacerse variar la extensión, en cuanto «distancia», entre observador y objeto.
En casos excepcionales como el de las alucinaciones, la representación adquiere más vigor que la percepción, emplazándosela además en el espacio «externo», terminando por confundirse el objeto representado con una percepción externa.
Los objetos percibidos pueden diferenciarse de los representados, en primer lugar básicamente por su carácter independiente o dependiente de las operaciones mentales. En segundo lugar, por su diferente nitidez o vigor, aunque esto no es tan característico en determinados casos.
Al cerrar los párpados y representar un objeto que antes percibí, advierto que aquél aún sigue siendo «externo» a mí, inclusive aunque comprenda que depende de mis operaciones. El objeto es representado en un espacio parecido al de la percepción pero que desde luego no es el mismo. Distingo ambos espacios gracias al tacto interno de mis párpados y a la cenestesia que corresponde a mis operaciones de representación.
El objeto representado aparentemente en el espacio de percepción, crea esa ilusión por estar emplazado en la capa más externa del espacio de representación. Si emplazo el mismo objeto hacia el centro de la cabeza, noto que surge el límite con el espacio «externo», como traducción del límite táctil de mis párpados y de mi cenestesia en general.
El espacio de representación corresponde al de percepción en su tridimensionalidad. Merced al espacio de representación, todas las imágenes pueden ser emplazadas como objetos y, de acuerdo con la «profundidad» o «altura» en que se encuentran, podrán dispararse impulsos hacia los centros de respuesta correspondientes. Si, por ejemplo, imagino a mi mano desde «afuera» (como si la viera), moviéndose hacia un objeto, no por ello la mano se moverá realmente. Si, en cambio, siento a mi mano desde «adentro» desplazándose (imágenes kinestésicas), advierto cómo los músculos se ponen en marcha en la dirección propuesta. Es que he colocado la imagen correspondiente en el exacto nivel y profundidad del espacio de representación.
Las imágenes correspondientes a los sentidos externos (visuales, auditivas, olfatorias, gustativas y táctiles) no disparan la actividad del centro motriz sino que «trazan» el camino por el que se orientará la actividad del cuerpo, luego de que se ponga en marcha por la acción de las imágenes correspondientes a sentidos internos (cenestesia y kinestesia). Y todo eso ocurrirá, siempre que las imágenes de sentidos internos estén correctamente emplazadas en profundidad y altura, teniendo además la carga adecuada. Si se equivoca la profundidad, puede no haber respuesta. Si se equivoca la altura, puede responder otra parte del cuerpo; si las cargas no son adecuadas, la respuesta puede ser débil o excesiva.
El espacio de representación es la «pantalla», o el «monitor» en el que la conciencia puede advertir sus propias operaciones y dirigirlas con su mecanismo atencional, o bien, las operaciones pueden dispararse automáticamente desde allí sin la participación de la atención.
Los impulsos de sentidos externos e internos, los que provienen de memoria y los que surgen de las operaciones de la misma conciencia, terminan convertidos en imágenes que se emplazan en los distintos niveles de altura y profundidad en el espacio de representación.
Conociendo los fenómenos de transformación de impulsos (traducción, deformación y ausencia), se comprenderá la enorme posibilidad combinatoria de los fenómenos de conciencia y las vastísimas resultantes catárticas y transferenciales que corresponden a las cargas y a los contenidos que se desplazan en los distintos niveles del espacio de representación.