Contemporáneamente flota en el aire mucho de las tres concepciones que hemos usado para ejemplificar cómo los ejércitos responden al poder político y se encuadran según los dictámenes que, ocasionalmente, éste entiende por seguridad y soberanía. De manera que si la función del ejército es la de servir al Estado en lo que hace a seguridad y soberanía, y la concepción sobre estos dos temas varía de gobierno en gobierno, la fuerza armada tendrá que atenerse a ello. ¿Admite esto algún límite o excepción? Claramente se observan dos excepciones: 1. aquélla en la que el poder político se ha constituido ilegítimamente y se han agotado los recursos civiles para cambiar esa situación de anormalidad y 2. aquélla en la que el poder político se ha constituido legalmente pero en su ejercicio se convierte en ilegal, habiéndose agotado los recursos civiles para cambiar la situación anómala. En ambos casos, las fuerzas armadas tienen el deber de restablecer la legalidad interrumpida, lo que equivale a continuar los actos que por vía civil no han podido concluirse. En estas situaciones, el ejército se debe a la legalidad y no al poder vigente. No se trata entonces, de propiciar un estado deliberativo del ejército sino de destacar la previa interrupción de la legalidad realizada por un poder vigente de origen delictual o que se ha convertido en delictual. La pregunta que debe hacerse es: ¿de dónde proviene la legalidad y cuáles son sus características? Respondemos que la legalidad proviene del pueblo que es quien se ha dado un tipo de Estado y un tipo de leyes fundamentales a las que deben someterse los ciudadanos. Y en el caso extremo en que el pueblo decidiera modificar ese tipo de Estado y ese tipo de leyes, a él incumbiría hacerlo no pudiendo existir una estructura estatal y un sistema legal por encima de aquella decisión. Este punto nos lleva a la consideración del hecho revolucionario que trataremos más adelante.