Comentaremos la crisis del Estado nacional, la crisis de regionalización y mundialización, y la crisis de la sociedad, el grupo y el individuo.
En el contexto de un proceso de mundialización creciente se acelera la información y aumenta el desplazamiento de personas y bienes. La tecnología y el poder económico en aumento se concentran en empresas cada vez más importantes. El mismo fenómeno de aceleración en el intercambio, choca con las limitaciones y el enlentecimiento que imponen antiguas estructuras como el Estado nacional. El resultado es que tienden a borrarse las fronteras nacionales dentro de cada región. Esto lleva a que deba homogeneizarse la legislación de los países no sólo en materia de tasas aduaneras y documentación personal sino en aquello que hace a la adaptación de sus sistemas productivos. El régimen laboral y de seguridad social, siguen la misma dirección. Continuos acuerdos entre esos países muestran que un parlamento, un sistema judicial y un ejecutivo común, darán mayor eficacia y velocidad a la gestión de esa región. La primitiva moneda nacional va cediendo paso a un tipo de signo de intercambio regional que evita pérdidas y demoras en cada operación de conversión. La crisis del Estado nacional es un hecho observable no solamente en aquellos países que tienden a incluirse en un mercado regional, sino en otros cuyas maltrechas economías muestran un detenimiento relativo importante. En todas partes se alzan voces contra las burocracias anquilosadas y se pide la reforma de esos esquemas. En puntos en que un país se ha configurado como resultado reciente de particiones y anexiones, o como artificial federación, se avivan antiguos rencores y diferencias localistas, étnicas y religiosas. El Estado tradicional tiene que hacer frente a esa situación centrífuga en medio de crecientes dificultades económicas que cuestionan precisamente su eficacia y legitimidad. Fenómenos de ese tipo tienden a crecer en el centro de Europa, en el Este y en los Balcanes. Estas dificultades también se profundizan en Medio Oriente, Levante y Asia Anterior. En el Africa, en varios países delimitados artificialmente, comienzan a observarse los mismos síntomas. Acompañando a esa descomposición comienzan las migraciones de pueblos hacia las fronteras poniendo en peligro el equilibrio zonal. Bastará que ocurra un importante desequilibrio en China para que más de una región sea afectada directamente por el fenómeno, considerando además la inestabilidad actual de la antigua Unión Soviética y de los países asiáticos continentales.
Entre tanto se han configurado centros económica y tecnológicamente poderosos que asumen carácter regional: el Extremo Oriente liderado por Japón, Europa y Estados Unidos. El despegue e influencia de esas zonas muestra un aparente policentrismo, pero el desarrollo de los acontecimientos señala que Estados Unidos suma a su poder tecnológico, económico y político, su fuerza militar en condiciones de controlar las más importantes áreas de abastecimiento. En el proceso de mundialización creciente tiende a levantarse esta superpotencia como rectora del proceso actual, en acuerdo o desacuerdo con los poderes regionales. Este es el significado último del Nuevo Orden Mundial. Al parecer no ha llegado aún la época de la paz aunque se haya disipado, de momento, la amenaza de guerra mundial. Explosiones localistas, étnicas y religiosas; desbordes sociales; migraciones y conflictos bélicos en áreas restringidas, parecen amenazar la supuesta estabilidad actual. Por otra parte, las áreas postergadas se alejan cada vez más del crecimiento de las zonas tecnológica y económicamente aceleradas y este desfasaje relativo agrega al esquema dificultades adicionales. El caso de América Latina es ejemplar en este aspecto porque aún cuando la economía de varios de sus países experimente un crecimiento importante en los próximos años, la dependencia respecto a los centros de poder se hará cada vez más notoria.
Mientras crece el poder regional y mundial de las compañías multinacionales, mientras se concentra el capital financiero internacional, los sistemas políticos pierden autonomía y la legislación se adecua a los dictámenes de los nuevos poderes. Numerosas instituciones pueden hoy ser suplidas directa o indirectamente por los departamentos o las fundaciones de la Compañía que está en condiciones en algunos puntos de asistir al nacimiento, capacitación, ubicación laboral, matrimonio, esparcimiento, información, seguridad social, jubilación y muerte de sus empleados y sus hijos. El ciudadano ya puede, en ciertos lugares, sortear aquellos viejos trámites burocráticos tendiendo a manejarse con una tarjeta de crédito y, poco a poco, con una moneda electrónica en la que constarán no solamente sus gastos y depósitos sino todo tipo de antecedentes significativos y situación actual debidamente computada. Desde luego que todo esto ya libera a unos pocos de enlentecimientos y preocupaciones secundarias pero estas ventajas personales servirán también a un sistema de control embozado. Al lado del crecimiento tecnológico y la aceleración del ritmo de vida la participación política disminuye, el poder de decisión se hace remoto y cada vez más intermediado. La familia se reduce y estalla en parejas cada vez más móviles y cambiantes, la comunicación interpersonal se bloquea, la amistad desaparece y la competencia envenena todas las relaciones humanas al punto que desconfiando todos de todos, la sensación de inseguridad ya no se basa en el hecho objetivo del aumento de la criminalidad sino sobre todo en un estado de ánimo. Debe agregarse que la solidaridad social, grupal e interpersonal desaparece velozmente, que la drogadicción y el alcoholismo hacen estragos, que el suicidio y la enfermedad mental tienden a incrementarse peligrosamente. Desde luego que en todas partes existe una mayoría saludable y razonable pero los síntomas de tanto desencaje no nos permiten ya hablar de una sociedad sana. El paisaje de formación de las nuevas generaciones cuenta con todos los elementos de crisis que hemos citado al pasar y no forma parte de su vida solamente su capacitación técnica y laboral, las telenovelas, las recomendaciones de los opinadores de los medios masivos, las declamaciones sobre la perfección del mundo en que vivimos o, para la juventud más favorecida, el esparcimiento de la motocicleta, los viajes, la ropa, el deporte, la música y los artefactos electrónicos. Este problema del paisaje de formación en las nuevas generaciones amenaza con abrir enormes brechas entre grupos de distintas edades poniendo sobre el tapete una dialéctica generacional virulenta de gran profundidad y de enorme extensión geográfica. Está claro que se ha instalado en la cúspide de la escala de valores el mito del dinero y a él, crecientemente, se subordina todo. Un contingente importante de la sociedad no quiere oír nada de aquello que le recuerde el envejecimiento y la muerte, descalificando todo tema que se relacione con el sentido y significado de la vida. Y en esto debemos reconocer una cierta razonabilidad por cuanto la reflexión sobre esos puntos no coincide con la escala de valores establecida en el sistema. Son demasiado graves los síntomas de la crisis como para no verlos y, sin embargo, unos dirán que es el precio que hay que pagar para existir a fines del siglo XX. Otros afirmarán que estamos entrando en el mejor de los mundos. El trasfondo que opera en esas afirmaciones está puesto por el momento histórico en el que el esquema global de situación no ha hecho crisis aunque las crisis particulares cundan por doquier, pero a medida que los síntomas de la descomposición se aceleren cambiará parejamente la apreciación de los acontecimientos porque se sentirá la necesidad de establecer nuevas prioridades y nuevos proyectos de vida.