Si pudiéramos pensar, sentir y actuar en la misma dirección, si lo que hacemos no nos creara contradicción con lo que sentimos, diríamos que nuestra vida tiene coherencia. Seríamos confiables ante nosotros mismos, aunque no necesariamente confiables para nuestro medio inmediato. Deberíamos lograr esa misma coherencia en la relación con otros tratando a los demás como quisiéramos ser tratados. Sabemos que puede existir una especie de coherencia destructiva como observamos en los racistas, los explotadores, los fanáticos y los violentos, pero está clara su incoherencia en la relación porque tratan a otros de un modo muy distinto al que desean para sí mismos. Esa unidad de pensamiento, sentimiento y acción, esa unidad en el trato que se pide con el trato que se da, son ideales que no se realizan en la vida diaria. Este es el punto. Se trata de un ajuste de conductas a esas propuestas, se trata de valores que tomados con seriedad direccionan la vida independientemente de las dificultades que se enfrenten para realizarlos. Si observamos bien las cosas, no estáticamente sino en dinámica, comprenderemos esto como una estrategia que debe ir ganando terreno a medida que pase el tiempo. Aquí sí valen las intenciones aunque las acciones no coincidan al comienzo con ellas, sobre todo si aquellas intenciones son sostenidas, perfeccionadas y ampliadas. Esas imágenes de lo que se desea lograr son referencias firmes que dan dirección en toda situación. Y esto que decimos no es tan complicado. No nos sorprende, por ejemplo, que una persona oriente su vida para lograr una gran fortuna, sin embargo esta puede saber por anticipado que no lo logrará. De todas maneras, su ideal la impulsa aunque no tenga resultados relevantes. ¿Por qué entonces, no se puede entender que aunque la época sea adversa al trato que se pide con el trato que se da, aunque sea adversa a pensar, sentir y actuar en la misma dirección, esos ideales de vida pueden dar dirección a las acciones humanas?