Esta vez los rusos salieron del hotel vestidos con blusas indias y sandalias. Eran las seis de la mañana. Los hombres tomaron rumbos diferentes. Igor contrató un taxi para su excursión a las aldeas que rodeaban a Patna. También tenia que llegar aquel día a Pusa y Darbhanga. Y si alcanzaba el tiempo, tocaría Madhubani, casi en los limites con Nepal, a unos doscientos kilómetros de Katmandú. Según el libro de tapas marrones, esa era una de las zonas de «encrucijada cultural» y allí se encontraban sociedades en las que formas místicas no oficiales estaban en contínua transformación.

A las siete de la mañana, Yuri entraba en el ashram donde se alojaba Tensing. Dos monjes lo recibieron cortésmente, haciéndolo pasar al cuarto en que había conversado con el lama el día anterior. Nada parecía haber cambiado, no obstante el desastre promovido por Igor. Y, mientras reflexionaba sobre las diferencias entre este ashram y los convencionales, se abrió una puerta con suavidad. Tensing apareció detrás de él, sobresaltándolo.

‑Excelencia ‑dijo Yuri‑, le saludo y le presento mis excusas por el incidente de ayer.

El lama tomó asiento en su lugar habitual e invitó al ruso a ponerse cómodo. Inmediatamente entró un monje con té mantecado; saludó ceremoniosamente y desapareció.

‑Los malentendidos son cosas frecuentes, señor…

‑Tókarev ‑dijo Yuri.

‑Si, son cosas frecuentes, señor Tókarev. Pero en verdad, gracias a esa confusión tengo el agrado de hablar nuevamente con usted. De todas maneras creo que hubiera vuelto aquí ‑sorbió su té despaciosamente y continuó: ‑o porque hubiera llegado a sus manos el medallón que le pensaba enviar con su amigo, o simplemente porque usted no preguntó lo que necesitaba saber y por tanto debía volver a hacerlo. Queda claro que fui yo quien habló ayer para orientarlo en algunos temas que posiblemente le interesaban.

Yuri tomo a su vez la taza de té, abrumado por los procedimientos elípticos del lama.

‑Pregunte, señor Tókarev, no se limite.

‑Excelencia, soy profesor de religiones comparadas en la Universidad de Moscú. El hecho de que este dictando cátedra de temas afines a los míos, en Ámsterdam, me hace mas fácil el dialogo…

Yuri se detuvo un instante buscando el hilo justo de su discurso. Al notar su inquietud, el lama dijo afablemente:

‑Profesor, tenga la seguridad de que sus preguntas trataran de ser respondidas cabalmente por mi. No se limite, pues.

‑Bien, ¿qué quiso decir ayer con aquello de: «Una tenue línea conecta a los centros de iniciación del mundo. Los Himalaya han dado su mensaje»? Son palabras textuales, excelencia. Las anote luego en mis apuntes de viaje.

‑Primeramente, le contestare con algo difícil de aceptar ‑repuso Tensing‑. Los centros de iniciación corresponden a lugares en los que el conocimiento y la práctica «mística» alcanzan los mejores niveles. No son centros de información como las Universidades, por ejemplo. Tampoco son fáciles de encontrar porque la gente, en general, tiene una idea muy diferente sobre estas cosas.

Yuri comprendió que el lama hablaba ahora sin elipses. Ello lo animó a sacar de entre sus ropas una libreta. De inmediato comenzó a tomar nota de las palabras de Tensing. Entonces siguió la explicación.

‑En los alrededores del Himalaya, del monte Ararat, de los Andes, y en otros puntos se encuentran estos centros que permanecen unidos. Usted conocerá la leyenda del monte Merú. Ese monte no existe en un lugar preciso. Es, simplemente, el monte que une la Tierra con el cielo. Los centros de iniciación suelen corresponder a un paisaje físico que despierta el paisaje mental del monte Merú. Otro tanto ocurre con las ciudades subterráneas de Agharti y Shambalá. Ellas conectan con el «infierno». Pero tampoco existen físicamente. Son mentales.

Yuri tomaba nota nerviosamente, mientras establecía conexiones con las incursiones de Grigori al Ararat. Para colmo, el comité le había asignado la misión de rastrear cerca de los Himalayas y de los Andes, pero la iniciativa había partido de él mismo. Todo eso enredaba la comprensión de lo que estaba escuchando.

‑El monte Merú ‑siguió Tensing‑ produce fuertes terremotos espirituales cuando llega la hora. Nadie puede ver al monte Merú a menos que pida «permiso» a algunos de los guardianes. Estos guardianes no son físicos, sino mentales. Pero el buscador necesita de alguna presencia física, para ser guiado correctamente por los laberintos de su conciencia ‑se detuvo un instante y continuó-: Atienda a esta recomendación: no se oriente por las apariencias. Un gran maestro puede ser sudra, en cambio, un jefe espiritual reconocido puede estar muy lejos del conocimiento. No busque a los líderes espirituales reconocidos y aceptados, busque perseguidos por ellos. Si usted hubiera vivido en la época en que los grandes maestros espirituales iniciaron su prédica, no los hubiera reconocido porque no tenían aspecto de hombres religiosos. Eran mensajeros del monte Merú: de la misma mente humana que los disparo hacia el mundo. Sin ellos, hubiera quedado el ser humano a merced de las tinieblas de su propia mente.

‑Excelencia ‑interrumpió Yuri‑, ¿cómo es esto de que la mente dispara mensajeros al mundo?

‑Los seres vivos crean sus defensas. Imagine a la mente como un ser vivo. Imagine que está al borde de la locura. Entonces, desde las luminosas cumbres del monte Merú volarán los mensajeros. Serán los portadores de la luz. Ellos mismos son los que guían a la mente luego de la separación del cuerpo físico, cuando sobreviene la ilusión de la muerte.

El lama calló y quedó inmóvil escrutando a Yuri, mientras este seguía escribiendo mucho tiempo después de haber escuchado las ultimas palabras. Escribía lo dicho por el lama, pero también sus reflexiones sobre la luz. Esa luz al fondo del túnel, antes de su aparente separación del cuerpo físico. Allí, en la cámara de supresión sensorial.

‑Excelencia ‑irrumpió Yuri‑, mi formación impide que siga sus desarrollos adecuadamente. Usted comprenderá, son problemas de palabras y de interpretaciones… Pero de una cosa estoy seguro: lo que dice es útil para la investigación que me han encomendado y para mí personalmente.

Tensing, sonriendo, dijo cálidamente: ‑Profesor, es usted un hombre bueno y con una gran fuerza, pero no sabe todavía lo que busca y eso es extraordinario. ¿Cómo puede llevarse adelante una investigación sin saber que se investiga?

El ruso, al sentirse tocado, adujo mecánicamente: ‑Busco síntomas de un posible desborde místico que puede aparecer en cualquier momento en el mundo, desequilibrando la situación actual.

Alégrese, profesor Tókarev, está comenzando tal desborde… Como sucede cuando se rompen las contenciones de los hielos y ese río que nace arrastra todo a su paso, así sucede cuando la mente se libera. Luego, las aguas se aclaran y sirven al regadío de los campos.

Yuri se encogió de hombros, conteniendo la respiración. Luego escuchó a su propia voz preguntar desde la garganta, aflautadamente:

‑Excelencia, ¿qué se entiende por «Doctrina»?

‑«Doctrina» es la enseñanza de todo Buda ‑respondió el lama.

Y ante tal explicación, Yuri decidió concluir la entrevista. Se sentía defraudado y algo parecido a la indignación crecía en su pecho. Sin embargo, volvió sobre si y dijo: ‑Excelencia, espero no haber sido desagradable con mis preguntas. Le agradezco enormemente su orientación.

El lama inclinó su cabeza. Luego acerco un cofre y de el extrajo un medallón que deposito en manos del ruso. ‑Déselo al guardián si quiere ver el monte Merú ‑concluyó.

Yuri contemplo el medallón de jade tallado y en él alcanzo a percibir un circulo en el que se inscribía un triángulo equilátero. Luego, dando las gracias al lama se puso en pie y, finalmente, dijo con un cierto sarcasmo:

‑Excelencia, me imagino que un día podré interpretar sus palabras exactamente. Me inclino ante usted ‑hizo un gesto de cortesía y salió de la habitación.

Ya en la calle decidió recorrer algunos puntos de la ciudad. En largas horas de caminata, no pudo dar con elementos significativos. Solo curiosidades, como aquella mano que salía de la arena y en la que depositaban algunas paisas los curiosos. O como aquel otro, parado en una alta columna desde la que vaciaba su cuerpo, a veces sobre un descuidado transeúnte. Según se le explico, el faquir se mantenía allí, en la pequeña plataforma, desde hacia diez años. Alguien le acercaba diariamente agua y su cuenco de arroz en un bambú. En cuanto a las tormentas, el sabía como atarse para no caer. Pero algún día, tarde o temprano, caería desde allí resecado por el sol, en una turbulencia de huesos y guiñapos. Y así también, el varicoso que siempre se mantenía en pie; durmiendo acodado en un columpio, del que nunca se alejo en años. Enfermos, desnutridos, ciegos, locos, ascetas y faquires en un pueblo que tanto había dado al mundo. «Si, la religión es el opio de los pueblos», pensó Yuri al contemplar al viejo que ya había muerto desnutrido poco antes de que el pasara. Allí lo levantarían en el carro, aunque tal vez nadie pagaría la leña de su pira. Y siempre los niños: «Johny; money, money.» ¿Que harían esos seiscientos millones de habitantes? ¿Comerse acaso las vacas en un solo día? Las vacas, sagradas o no, por lo menos vivas seguían dando algo de leche y de ella resultaba también un poco de mantequilla y queso. Afortunadamente, estaban los campos y la racionalización agrícola. Si, estaba todo eso, pero habían tierras consumidas, agotadas por cuatro mil años de trabajo. ¿Y dónde estaban los abonos químicos y la tecnología suficiente? Consideró el contraste: un Estado poderoso armado nuclearmente y un pueblo misérrimo. Pero también las castas, aquellas que fueron legalmente abolidas. Allí estaban como siempre, sin remedio. En muchos lugares de la India existían enormes riquezas y centros culturales y universidades y fábricas, pero nada de ello pudo salvar al viejo que murió y tal vez nadie pagaría la leña de su pira. Por allí paso Alejandro y no quedó de él ni de su imperio más que el recuerdo. Por allí pasaron los mongoles, y otros, y otros más. Pero nada quedó de ellos. Y cuando los europeos quisieron dominarla, toda India, como una gran vaca sagrada se quedo inmóvil y en su silencio milenario los derrotó. Tal vez al final de la historia humana, sobre ese mapa en forma de gran corazón, seguiría vivo el pueblo indio… También el Buda puso en marcha desde allí su piadosa rueda de la liberación porque vio la enfermedad, la vejez, la muerte. Y el mismo Gandhi hizo lo que pudo y a su modo. ¿Qué podía enseñar aquí el eminente Tókarev? Entonces, el vanidoso profesor moscovita amó profundamente a la gran India castigada y a su pueblo, y resucitó cálidamente en su pecho aquella vieja humildad, cuando a los pies de su madre aprendía cuentos y leyendas… Así pasaron las horas y llegó la noche. Pero Yuri no supo encontrar nada importante en su largo recorrido.

Estaba en la habitación trabajando en sus notas, cuando se abrió la puerta. ‑Profesor ‑dijo Igor tristemente‑, cumplí lo planificado pero sin habilidad para descubrir ni una sola pista.

Allí estaba, en la puerta, sin ánimo para entrar.

‑Vamos, vamos, Igor… A veces es imposible encontrar algo que no existe ‑le alentó Yuri, para agregar amistosamente‑: ¿Ha comido usted?

Igor cerro la puerta y camino hasta sentarse cerca del profesor. ‑Si, claro, he comido ‑dijo- ¿Cómo fueron las cosas por su lado?

‑Como a usted ‑repuso Yuri‑. Hemos terminado con esto. Mañana partiremos a Calcuta y allí se verá qué hacer.

Igor había alcanzado a percibir un amargo abatimiento en el profesor y por ello comenzó a desarrollar su impecable histrionismo. De un salto estuvo en pie. Rápidamente dispuso sillas, almohadones, una mesa y un biombo, de manera que la habitación quedó reordenada. Completado aquello, comenzó a gesticular y a pasearse remedando actitudes y comportamientos que había observado en su fatigosa excursión.

‑¡Oh! ‑exclamo con voz de mujer‑. He experimentado la profunda paz del paraíso de los ashrams: venerables santones, verdes pastos, arpegios melodiosos, incienso y sándalo ‑recitaba, mientras cambiaba de asiento o fingía ruborizarse tapándose el rostro‑. Saludos orientales ‑y se inclinaba hasta el suelo, juntando las palmas‑. Palabras de amor. Para todo la palabra «amor». Los monos, los pájaros, los niños y algún cebú eran el decorado necesario para la fotografía que luego había de terminar enmarcada en el escritorio del ejecutivo londinense, o en el estudio del psiquiatra de Zurich. Pero mejor que todo ello era la foto autobiografiada del gurú… ¡a sólo cien dólares!

Igor había terminado por sentarse en el escritorio de Yuri, en posición de flor de loto. Tenia la cabeza cubierta con una toalla a modo de turbante y unas gafas ahumadas reforzaban su pretendido aire misterioso. Para finalizar tomo algunos libros, su turbante y los ordenados papeles del profesor, arrojando todo hacia el cielo y gritando: ‑¡Oh Siva, que hermosa es la nieve de Moscú!

Y mientras los dos hombre reían como viejos amigos, entraban por una ventana abierta las primeras gotas de la lluvia de Patna.