Desde la mañana los hombres cabalgaban sobre sus bestias. Había nevado en la noche. Ahora ellos seguían el camino no ya de tierra, sino de un blanco crepitante que reflejaba el sol con violencia, pero las huellas de los camiones y coches colectivos se habían convertido en lodazales. Yuri bajo sus antiparras ahumadas al torcer el camino. Luego palpó las dos alforjas que se enganchaban tras la montura, en los cuartos traseros de la mula. Las provisiones estaban en orden; también la mochila abultada por su maletín plegado; las ropas, los efectos de viaje, los libros, los cuadernos de notas. El viejo iba adelante contrastando la nieve con su poncho negro. Llevaba, también, dos alforjas sobre su animal.
Eran las cuatro p.m., pero el sol estaba aun alto, porque al salir del hoyo de Punta de Vacas los montes se habían distanciado en un violento cambio de paisaje. Ahora, saliendo del camino hacia la derecha, comenzaban a subir la cuesta, bordeando un río seco cubierto de nieve en el que agujeros y cantos rodados se repetían. El viejo llegó a la cima de la lomada y desapareció del otro lado. Yuri apuro a su mula, pero al llegar arriba una fuerte ráfaga de aire helado golpeo su rostro con violencia. El viento silbó entre las laderas y ante los ojos del ruso se desplegó una enorme alfombra de azul violento. Era la laguna de los Horcones. Arrancando del extremo opuesto, el manto de nieve se alzó cada vez más, más hacia arriba, petrificándose en murallas de hielo gigantescas y filos de roca negra centelleantes. Un monstruo de miles de metros de altura, de kilómetros de longitud, se erguía invicto. Porque los otros montes, como penitentes que arrastraban su condena milenaria, reconocían a la mole tallada en otra escala.
‑ ¡El techo de Occidente! ‑murmuro Yuri, enfrentando al Aconcagua.
La mula del viejo comenzó a bordear un peligroso desfiladero de roca. Entonces se detuvo. Don Vergara sacó su bufanda del cuello y sin bajar del animal rodeo con ella su frente y quijada, tapándole los ojos. Luego, apoyándose en la montura, torció el cuerpo para decir: Apúrese, gringo, la jeta ‘e su mula tiene que dar en la cola ‘e la mía.
Yuri no apuró el paso, pero finalmente llegó a la situación que le pidiera don Vergara. Entonces preguntó: ‑¿Por que le tapa los ojos?
‑ P’a que no se asuste. Ella sabe andar sin ojos.
Luego soltó las riendas y cruzó los brazos, al tiempo que azuzaba a la bestia. Y esta retomó el paso lentamente. Yuri también soltó las riendas y su animal siguió al del viejo. A la izquierda las alforjas pegaban en la pared de roca. A la derecha, un abismo terminaba sobre la laguna. El viento había arreciado. Cada tanto, se soltaban trozos de roca que iban a desmenuzarse más abajo, contra alguna saliente de piedra dura.
Luego el sendero se ensanchó nuevamente. El viejo quitó la bufanda que enceguecía a la bestia y tomó las riendas. Yuri cogió también las correas. El abismo se alternó con laderas de piedra de acarreo. Más adelante, lajas nuevamente y luego rocas grandes, hasta llegar a un punto en el que don Vergara y su animal se esfumaron de pronto. Al llegar al lugar, el profesor descubrió una gran abertura por la que su mula penetró sin dificultad. Era una cueva grande, ligeramente iluminada por el atardecer. El viejo había desmontado. Sacó las alforjas, la cincha y la montura de la mula. Después el bozal y las riendas. Yuri lo imitó. Luego salió de la cueva brevemente y comprobó que aún podía ver la delgada senda serpenteando sobre el abismo.
Era muy de noche cuando sorbieron el último mate. También habían intercambiado alimentos. El charqui de guanaco, si bien salado y seco, resultó comestible. Entre unas piedras ahumadas, todavía se conservaban las brasas del fuego que había hecho, gracias a la jarilla y las chilcas que el viejo recogiera en el camino. Sobre una piedra, la lámpara de keroseno daba su luz amarilla a la cueva. Mientras, algunas sombras se movían siguiendo a la llama amenazada por el viento, a través del vidrio roto. Yuri pregunto directamente:
‑ ¿Es posible entrar en la montaña?
– Ya ve, estamos ‘dentro –respondió el viejo
‑ Me refiero al Aconcagua ‑aclaró el profesor
‑ Depende qué busque usté –explicó don Vergara, mientras hurgaba sus dientes con un pequeño trozo de jarilla. Luego continuó: ‑La indiada le puso «Aconcagua» al cerro. Eso quiere decir: «centinela de piedra». Pensaban que había un gigante `dentro que vigilaba al mundo, pero se durmió por el frío y quedo congelao. ¡Indios brutos! ‑exclamó, al tiempo que sacaba un bolsito y papeles de cigarrillo. Distribuyó el tabaco sobre una pequeña hoja y al replegarla en forma de cilindro, pasó la lengua a todo su largo. Acercó una rama con su extremo convertido en brasa. Aspiró y luego lanzó con satisfacción una bocanada de humo. ‑Imagínese ‑siguió‑, cada vez que tiembla o hay un terremoto, es porque el centinela quiere despertar. Pero eso no será posible, hasta que el amor de una India le caliente su enorme corazón de hielo. Entonces se pondrán en pie y alzándose hasta el cielo, con un arco de estrellas, lanzará sus flechas de luz por el mundo de la noche. ¡Tipos brutos! ‑afirmó palmoteando una rodilla. La laguna es una lágrima de la India que lloro cuando vio que el centinela estaba congelao. La india fue a buscar ayuda, pero algún día volverá en un carro de fuego y le dirá una poesía convertida en viento. Una poesía que debe enseñarle un hombrecito como uste’, o como yo… Mientras tanto, nadie puede entrar en el Aconcagua, porque un guardián defiende su enorme corazón de hielo.
Yuri estaba conmovido. Sabía que el viejo le estaba explicando el nudo del problema, pero chocaba con la barrera de las palabras. Igual le había pasado con Tensing. Entonces don Vergara se puso en pie. Su sombra se proyectó enorme sobre el fondo de la cueva y una voz milenaria salió de su garganta:
– Tiene que morir, tiene que vivir. Tiene que enseñar eso a otros, porque están enfermos. Ésa es la forma de curar. Debe llegar a todos, porque esa enfermedad quiere que se maten. Es necesario que todos escuchen… Nos veremos nuevamente, pero ya no morirá jamás.
Luego se agachó y extendió sus mantas en el suelo. Se acostó y al poco tiempo dormía. Yuri salió de la cueva y mirando hacia él cielo vio el arco de estrellas de Sagitario. Más allá, la Cruz del Sur pareció bendecirlo. Ante ese cielo abigarrado de enormes luminarias, sintió que nuevamente su corazón se deshielaba y que la humildad hacía posada en él. Un pensamiento cruzó su mente como el rayo: «33° de latitud Sur, 70° de longitud Oeste.» Le pareció escuchar a Grigori decir: «Déjalos que hagan su parte. Para localizar un punto es necesario que se corten dos líneas. Nosotros trazaremos la ordenada y ellos la abscisa, o al revés. Veremos si distintas metodologías pueden acoplarse, como ya hicimos con las etapas de los cohetes espaciales. Déjalos, no son tan idiotas» Y allí sintió que ya había vivido anteriormente ese momento. Entonces se arrojó hacia dentro de la cueva. Tomó su cuaderno y se puso a escribir a la luz de la llama amarilla. Había entendido. Se trataba del lanzamiento de un misil mental, poco antes de que estallara la locura colectiva. Un proyectil que desviara la Historia unos pocos grados, los suficientes como para pasar rozando la catástrofe mundial. Seguramente explotarían crisis en todos los campos, pero el ser humano habría escapado a la locura, retomando las riendas de su destino ascendente. Ellos sabían el futuro por anticipado, pero no era suficiente para provocar el desvió. Estaba claro, necesitaban modificar el punto de vista de las grandes potencias y disponer del aparato para hacer un lanzamiento en gran escala. Los procedimientos seguían a oscuras. Tal vez influirían mentalmente en los cerebros que tenían poder de decisión…
Yuri trazó una raya y cerró el cuaderno. Buscó luego en su mochila y extrajo un bloc de hojas en blanco. En ellas desarrollo ordenadamente todas sus experiencias, explicando al final las reales pretensiones de la Doctrina. Al amanecer, terminó el escrito. En la primera pagina, tituló: «Informe Tókarev. Aconcagua. Junio 10, 1979.»