‑ ¡«Punta de Vacas»! ‑gritó el conductor, al tiempo que detenía el coche colectivo. Yuri descendió. El chofer le arrojo la mochila. ‑Buena suerte ‑le gritó. Y arrancó a toda velocidad, llevando unos quince pasajeros que seguían a Santiago de Chile. Estaba solo a la vera del camino de tierra. Giró completamente sobre si mismo y se vio encerrado en un enorme agujero rodeado de montes nevados. A pocos metros había una construcción con un cartel: «Escuela», decía. Mas lejos una especie de guarnición militar. A la derecha, unas agrupaciones de madera que parecían ser viviendas de personal ferroviario. Por último… los ranchones viejos y la hostería. A excepción del viento que golpeaba su rostro y que silbaba entre los techos de la escuela, el paisaje parecía inmovilizado. Camino unos pasos. Luego llamó a la vieja puerta de la escuela. Dejo pasar un tiempo y volvió a golpear. Al momento, una mujer de edad indefinida lo atendió.
‑ Buen día ‑dijo Yuri‑. Busco a don Vergara.
La mujer lo miró de arriba abajo y luego de abajo hacia arriba.
‑Pase, pase… tome un mate, que hace frío ‑invitó amistosamente.
El ruso pasó. La mujer cerró la puerta y caminaron hasta una maltrecha habitación. Un cierto olor a keroseno quemado inundaba el cuarto. Todo estaba en desorden. Sobre la estufa, el agua hervía en su recipiente de aluminio. La mujer hizo un gesto y Yuri, dejando la mochila, se apoyo en una cama destartalada.
‑Soy doña Juanita ‑explicó‑, la maestra de Punta de Vacas. En invierno la escuela está cerrada, pero yo siempre vivo aquí.
Ella maniobraba con una pequeña calabaza de la que salía un tubo metálico. Cuando terminó de llenar el aparato con agua hirviendo llevó el tubo a su boca y comenzó a sorber.
‑ ¿Usted es gringo, no? ‑preguntó con el tubo entre los labios.
‑ No, soy ruso ‑aclaró el profesor.
‑ ¡Ah, Rusia! Mire, don Vergara debe estar cerca. ‘Ña Pepa se lo va a ubicar.
Repitió la operación de llenar el aparato con agua hirviendo y luego lo alcanzó a Yuri.
‑ Tómese un mate. Cuidado con la bombilla ‑advirtió‑. Si es gringo, se va a quemar la boca.
Yuri succionó y se quemó la boca. Luego intentó nuevamente. Un liquido hirviente y amargo pasó por su garganta. Doña Juanita lo observaba sentada en una silla. El profesor siguió chupando con la mayor compostura, hasta que un ruido anunció que la absorción final había agotado el contenido de la calabaza. De pronto se escucho un golpear violento en la puerta de entrada. La mujer saltó como un resorte y salió corriendo en esa dirección, al tiempo que un individuo abría la puerta de un empellón. Yuri se encontró fuera de la habitación conservando el mate en la mano.
‑ ¡Yo te voy a dar! ‑gritó el hombre abalanzándose sobre la maestra. Pero esta corrió, colocándose detrás del ruso‑. Y a vos también te la voy a dar. ¿0 te crís que no te vi dentrar pa’dentro? ‑dijo amenazadoramente al ruso.
‑ ¡Belisario, Belisario, pará… él solo busca a don Vergara! –gimió dona Juanita.
‑ Claro, y vos lo tenís guardado entre las cobijas. Yo ché ‑gruño mirando ferozmente al profesor‑, yo no te conozco, pero mejor te hacés humo, antes que me desgracie con vos.
Yuri entró en la habitación y levanto su mochila. La colgó en el hombro izquierdo y se dispuso a partir. El Belisario, al verlo avanzar, retrocedió y salió de la escuela a paso vivo. Cuando el profesor volvió sobre si para despedirse de la maestra, observó que ella estaba de rodillas con las manos juntas y murmuraba débilmente:
‑Agradezco a los cuarenta mártires que el Belisario no se haya desgraciado conmigo y con el gringo.
Después se incorporó y como si nada hubiera sucedido preguntó: ‑¿Le gustó el mate?
El ruso asintió con la cabeza. Luego pidió instrucciones para llegar a lo de Ña Pepa. Salió de la escuela y caminó unos doscientos metros. Al llegar al ranchón, una mujer lo hizo pasar. Sentada ante una mesa, estaba Ña Pepa. Frente a ella, un individuo vestido como el Belisario la consultaba.
‑ Quiero saber si me van a trasladar pronto ‑demandó el ferroviario.
Todo quedó en silencio, pero inmediatamente se escuchó una voz que pareció llenar la habitación: «¡Síiii!», resonó.
‑ Ya ves, el anima del difunto te ha contestao… Dejá mil pesos.
El hombre, visiblemente impresionado, le alargó un billete a la vieja y ésta lo guardó en un cajón. El ferroviario salió saludando a los tres concurrentes que llenaban el cuarto.
‑ Güeno, ahora vos ‑dijo ‘Ña Pepa, señalando al ruso.
Yuri ocupó la silla y preguntó: ‑¿Dónde puedo encontrar a don Vergara?
Y la habitación se llenó con un «¡Síii!» Entonces, habiendo identificado el punto de emisión sonora, el profesor golpeó la alfombra bajo el centro de la mesa, con su pesado borceguí. Inmediatamente la alfombra se agitó y la mesa comenzó a moverse fantasmalmente. La mujer que estaba en la puerta echó a correr gritando. Finalmente, la mesa cayó al suelo. Se levanto la alfombra y quedó al descubierto un hombre que comenzó a salir trabajosamente de su escondrijo. Estaba lleno de tierra. En una mano exhibía una botella de aguardiente.
‑ ¡Viejo bruto! ‑gritó `Ña Pepa‑. ya estás de nuevo en pedo. ¡Mirá lo que has hecho!
Yuri optó por salir, para evitar complicaciones. Estaba parado fuera del ranchón, cuando vio correr a varias personas en dirección a las casillas de los ferroviarios. Le pareció que se dirigían especialmente a una de ellas, porque en su techo divisó, a la distancia, una figura que gesticulaba. Llegando al lugar, recibió varios empujones de la gente más retrasada, que venia a contemplar el espectáculo. Él sujeto, subido al techo de la casilla, amenazaba:
‑ ¡Lolita Barceló, si no te casás conmigo, me tiro!
Mientras tanto, la opulenta Lolita se colgaba dramáticamente del cuello de su padre, sin duda el señor Barceló.
‑ ¡Papá! ‑se lamentaba.
‑ ¡Lolita…! ‑repitió el sujeto. ‑Pero no pudo terminar la frase, porque una chapa de zinc que le servía de apoyo se corrió bajo sus pies. El hombre perdió el equilibrio y el gentío gritó. Entonces el suicida cayó sobre un pasador del techo, quedando colgado de los pantalones. Y, mientras el accidentado se bamboleaba, Barceló daba instrucciones: ‑¡Traigan una escalera, hay que sacarlo de allí – Pero el viejo no se movía ni una pulgada del lugar, limitándose a acariciar los pocos y alargados pelos de su barba Ho‑Chi‑Min. Finalmente, el suicida logró manotear una saliente del techo y pudo desprender su pantalón. Se aferró posteriormente, ayudado con los pies, y fue descendiendo por las irregularidades de la casilla. Ya a salvo, Lolita corrió hasta el y lo besó. El público comenzó a reírse y aplaudir, mientras Barceló seguía acariciando sus barbitas.
Yuri considero su situación. Desde hacia una hora, pasaba de accidente en accidente sin llegar al objetivo. Entonces preguntó en voz alta a la concurrencia:
‑ ¿Don Vergara está por aquí?
‑ ¡Está en el matadero! ‑respondió un coro de voces, al tiempo que le señalaban el lugar.
Camino cien metros hasta llegar a una suerte de redil. Pronto sintió cierto olor pegajoso característico y vio a un hombrón que daba un fuerte mazazo en la cerviz de un toro negro. El animal se desplomó con el cráneo destrozado. De inmediato, un largo cuchillo se hundió en la garganta de la víctima. Al extraer el acero, un chorro de sangre comenzó a salpicar intermitentemente. El hombrón acercó un recipiente que se llenó, desbordando el contenido escarlata. De la sangre en la tierra y el jarro, subía un grueso vapor animado por la frialdad del ambiente.
¡Güeno pá la salú! dijo el verdugo, apurando el contenido del recipiente.
Pronto se acercaron unos muchachos que comenzaron a cortar la piel del animal con la velocidad que solo podía dar un oficio sostenido. Indudablemente, estaba en el matadero.
‑ Buen día ‑dijo el profesor‑; ¿está don Vergara?
‑ Pá servirlo ‑respondió un viejo, acercándose desde el costado del redil.
El pequeño hombre se acercaba lentamente. Tenia unos sesenta años. Su piel morena, curtida por los vientos y las nieves, garantizaba una vida ruda. Caminaba sin apuro. «Ojos rasgados; nariz aquilina; labios finos ligeramente burlones», se dijo Yuri. El pelo, seguramente negro, estaba tapado por una suerte de gorro frigio calzado hasta las orejas. Enfundado en su poncho negro y meneando un lazo de cuero, don Vergara llegó hasta el profesor. No miró de él más que sus ojos: larga, profundamente.
– Tá güeno. ¿Y ahora qué? ‑barbotó el viejo, alzando el mentón.
‑ Me dijeron que usted es un conocedor de piedras y quisiera saber si esta que le traigo es buena, ‑dicho lo cual, Yuri presentó el medallón.
El viejo lo cogió con la mano izquierda, sobándolo repetidamente. Luego afirmó: -Tá güeno ‑ y lo devolvió al ruso. Luego giró dispuesto a seguir su camino. Pero en ese momento. Yuri recordó las palabras de Tensing: «Déselo al guardián, si quiere ver el monte Merú.»
‑ ¡Don Vergara! ‑gritó.
El viejo se detuvo con fastidio. Entonces el profesor corrió unos pasos y le ofreció el medallón diciendo: ‑Si es bueno, es para usted.
Don Vergara se mantuvo inmóvil un momento, luego alargó la mano y recogiendo la ofrenda la guardo bajo su poncho. Después comento casi en voz baja: Así es diferente. Venga p’al rancho.
El rancho era un cubículo de tres metros de lado. Las paredes, de lajas superpuestas, dejaban pasar el viento. Un techo de zinc. Un suelo de tierra. El rancho no necesitaba ventanas, pero tenía una puerta de madera que se podía trancar desde dentro y desde fuera para que el viento no la volara. Un cajón de manzanas servía de mesa de luz, ya que el farol y un jarro de aluminio se apoyaban encima. Algunas ropas estaban colgadas de estacas que se introducían en las lajas. Una mesa, dos sillas y el colchón sobre un elástico de alambre, completaban el ajuar.
‑ Yo salgo p’al Aconcagua mañana. Hay que arrear unas vacas que se han perdido cerca ‘e la laguna de los Horcones. Si quiere venir, tendré una mula preparada pa’usté. Acá el sol aparece ricién a las diez de la mañana y se pone a las cuatro de la tarde. Traiga su comida porque usté no va’comer el charqui ‘e guanaco. Los gringos se enferman si comen charqui.
‑ No soy gringo, sino ruso aclaró Yuri.
‑ P’al charqui da lo mesmo ‑replicó el viejo, mientras se sacaba el poncho. Luego agregó: -Vaya a la hostería, por si le dan alojo.
Yuri quiso saber algo más. Necesitaba que don Vergara hablara.
‑ Don Vergara ‑comentó‑, yo creo que la población de aquí está loca. ¿Cómo puede ser eso?
El viejo seguía cambiando sus ropas. Luego envolvió su cuello con una bufanda y explicó: ‑Seis horas de sol, nieve, vientos y nada mas. La gente se acuerda de sus cosas y como no hay nada, se imagina lo demás.
Al profesor le pareció escuchar una explicación de Kárpov sobre la cámara de supresión sensorial. ‑¡Y no podría ocurrir ‑insistió recordando al hombre de la agencia Alfa‑ ¿que hubiera mucha energía en el lugar?
‑ La energía está en el «mate» ‑dijo don Vergara señalando su cabeza, al tiempo que sonrió‑. Vaya, vaya pa’la hostería ‑terminó diciendo.