El profesor Tókarev volaba en un avión de Aeroflot rumbo a Nueva Delhi. Pocas horas antes había cruzado el Moscova, llegando a Jodinskoie Polie y una vez en el aeropuerto Irina lo había besado largamente. Ahora, a su izquierda y abajo, creía reconocer las siluetas del Kamet y el Nanda Devi, mientras las nieves del «techo del mundo» se besaban con el dorado‑rojizo del amanecer indio. Luego el avión fue perdiendo altura…
Era muy de mañana cuando salvó la aduana velozmente gracias a su pasaporte diplomático. Allí mismo, casi al salir del aeropuerto, una nube de niños se abalanzó sobre él. ‑¡Johny, money, money! ‑gritaban a coro colgándose de sus ropas, tironeando su maletín de mano.
Alguien tome a Yuri del brazo, invitándolo hacia un vehículo que se alcanzaba a divisar a unos cincuenta metros. ‑Profesor, por aquí. Profesor… por aquí ‑repetía el chofer de la Embajada soviética.
Un reflejo de desconfianza movió a Yuri, pero luego se tranquilizó al leer en la puerta delantera del automóvil: «Soiuds Soviestskij Sotsialistichieskij Riespublik.» El coche partió lentamente. En su camino se cruzaban cientos de personas a pie, o en bicicleta. A veces, algunas motos o pequeñas furgonetas, interrumpían el tránsito. En otras ocasiones, eran los cebúes que rumiaban lentamente echados en la calle. Los vehículos que aparecían en dirección opuesta, eludían los obstáculos a gran velocidad casi enfrentándose con el auto de la Embajada. Yuri, al lado del chofer, veía desperezarse a la ciudad. Miles de pobladores abandonaban el duro lecho en las aceras, mientras alrededor de pequeños fuegos, remolineaban seres humanos y perros. Por algún momento, el profesor recordó el mercado de Samarkand, pero reconoció que allí por lo menos, había orden. En diferentes edificios aparecía en madera, piedra, ladrillo o pintura, la svástika india. Yuri entrecerró los párpados… El sol y la nieve del Himalaya se unieron en el rojo encendido del amanecer; él e Irina se abrazaron girando en una gigantesca svástika que avanzaba arrasando los campos de Trasnova. Los campesinos se agolpaban en Novgorod y allí también, el veterano de las brigadas internacionales arrastró a su mujer y a su pequeño Yuri lejos de la metralla invasora. ‑¡Boris, Boris! ‑gritaba María, mientras apretaba fuertemente a su hijo, en aquella enorme confusión sangrienta. Boris y María se entendían continuamente en español como en la época de la resistencia en que se conocieron, allá en Madrid. Un millón de muertos en España, diecisiete en la URSS y el mundo seguía ardiendo en Hiroshima y en Corea, en Vietnam y en el África. Las sirenas aullaban en el aire y entonces, un obús hizo desaparecer a Boris, arrojando al pequeño Yuri lejos de su madre, hacia adelante.
‑Hemos llegado, profesor ‑dijo el chofer aplicando frenos y bocina.
Estaban en el jardín de la Embajada. El profesor bostezó, agitando la cabeza como quien sale de un mal sueño.
‑Bienvenido, profesor ‑dijo un apuesto joven, al tiempo que abría una puerta del auto. ‑Salimos en cuatro horas hacia Patna. ‑Sonrío ampliamente y luego, con gesto ingenuo, agregó: ‑a menos que haya cambiado usted los planes…
‑No, no he cambiado nada. Buen día. Usted es Igor, mi guía «turístico», ¿verdad?
Igor se puso firme y jocosamente replicó: ‑¡A sus ordenes, camarada profesor!
Y así entraron riendo en la Embajada. Adelante iba Igor cargando el maletín de mano.
Esa misma tarde estaban en Patna a pocos kilómetros de la frontera con Nepal. En los alrededores de la ciudad crecían numerosos ashrams de distintas tendencias. La actividad se había multiplicado, luego que miles de monjes tibetanos, huyendo de los chinos, se habían distribuido por la India. Por tanto, en el arco norte, desde Benares a Patna, una fuerte correntada religiosa se había comenzado a incrementar desde hacía unos años. Según constaba en el libro, era preciso tocar tres puntos de la zona para contactar con no menos de cincuenta agrupaciones místicas «no oficiales». Así es que, arribados a un antiguo hotel, el profesor y su acompañante, se dispusieron a planificar los desplazamientos de los días siguientes.