Cuando Irina llego con el sobre, los niños corrían desordenando todo. Yuri tomo el envoltorio de papel amarillo. No tenía ningún tipo de referencia. Tampoco pregunto a Irina como llego a sus manos, pero supo que se trataba de un envío de Grigori. En efecto, al rasgar el sobre, apareció un cartón escrito con grandes letras rojas. «Muchacho, estamos estudiando tus delirios. Sigue esperando mi llamada.»

Era una hermosa tarde primaveral. En poco tiempo, cogería el Metro y terminaría en la estación Mayakovskala. Desde allí se iría a encontrar con esos fervorosos estudiantes de religiones comparadas. Pero, por primera vez, se preguntó: ¿qué los haría tan «fervorosos»? ¿Cómo esos gamberros podían tener tanto interés en mitos, leyendas, supersticiones y rituales absurdos? Reconoció en sí mismo esos impulsos de estudiante cuando muchos años atrás había escuchado la clase inaugural de su entonces maestro Grigori. Se encogió de hombros, reconociendo que, después de todo, tras la fachada más ruda o más doctoral hay siempre un niño que ama las leyendas y las fábulas. Pero sus pensamientos se interrumpieron. Apoyada en el marco de la puerta, haciendo una silueta de sombra perfecta, estaba Irina. Yuri paseó su mirada largamente como para memorizar un cuadro y, al recordar un viejo poema ruso, debió mover los labios suavemente porque, al advertirlo, Irina pregunto:

‑¿Qué dices?

‑Que no encuentro el maldito portafolios ‑respondió el hombre, fingiendo buscarlo en su alrededor. Ella rió y corriendo hasta el se colgó de su cuello. Luego, le dijo muy cerca del oído: ‑Eso que llevas en la mano izquierda se parece mucho a un portafolios ‑y forcejeó con el, hasta desprenderlo de su mano.

Mientras los niños seguían su devastadora tarea, Irina salió velozmente hasta la acera, perseguida por Yuri. Allí se reunieron nuevamente intercambiando miradas, palabras y tal vez pensamientos…

Aquella noche, el profesor llegó tarde. Había hecho un largo desvío acompañado, a través de la iluminada avenida Kalinin. Su interlocutor durante dos largas horas, fue un estudiante a su cargo. Un boliviano que años atrás llegara a la URSS como tantos otros, para hacer sus estudios en la Universidad Patrice Lumumba. Había logrado romper con aquel «ghetto» y luego de algunos años se había incorporado a la Universidad de Moscú, casi con el «status» de ciudadano soviético. José Fuentes, a la sazón contaba treinta y cinco anos y era, según apreciación de Yuri, «la mas brillante corteza cerebral que había pasado por sus aulas». Al mismo tiempo, el boliviano siempre lo había impresionado como una interioridad peligrosamente profunda.

Cada vez que se encontraban, Yuri proponía el dialogo en español para refrescar la lengua que su madre, María, le había enseñado. Esa noche, el profesor se había explayado con respecto a su vida en calidad de agregado dentro de la Universidad, para corresponder a José en su relato del paso por la Lumumba. Luego, habían charlado largamente sobre una alocada aventura al monte Ararat que había realizado Grigori con un equipo de arqueólogos, sin lograr resultado alguno. Pero fue llegando a ese punto, cuando Yuri lanzo una pregunta con toda la violencia que suelen tener las curiosidades acumuladas durante largos años.

‑¿Tu no has venido exactamente a estudiar religiones comparadas, verdad? ‑había demandado. José, entonces, enlenteció su marcha y con ese rostro impenetrable de los amerindios que ya había visto Yuri en mongoles y tártaros, respondió: ‑tienes razón pero, en todo caso, cumplo muy bien con las formas.

A partir de ese momento, fue imposible detenerse. Una tras otra, salieron preguntas y respuestas, resultando de todo ello una historia bastante increíble en la que el tema religioso no era asunto de investigación, sino de practica. José, sin inmutarse, explicó que había sido designado para cumplir con un proyecto; que las cosas se habían facilitado al afiliarse al Partido en su país; que luego, algunas recomendaciones le permitieron entrar en el «ghetto» y, finalmente, que la influencia de Grigori había colaborado para colocarlo en el plantel mas avanzado que dirigía Yuri. En mas de una ocasión, recalcó que «todo hubiera sido imposible sin mérito propio». El latinoamericano aseguró que en los últimos años había logrado interesar a numerosas personas que ahora seguían la «Doctrina», en grupos separados que operaban en cinco o seis repúblicas de la URSS. Al parecer, respondían a lo que en lenguaje escolástico se llamaba «mística», pero se trataba de algo mucho mas avanzado y complejo… Sobre todo, complejo. ‑Es mas que una mística ‑afirmo José ‑, es el único y verdadero camino de la liberación humana:

Yuri no cometió la torpeza de replicar con frases hechas, o de argumentar por su cuenta: «El único camino, es el socialismo.» Tal aseveración, entre gentes conocedoras del mas puro marxismo leninismo, hubiera resultado perogrullesca y aun mas, dicha en plena avenida Kalinin. Habiendo llegado a ese punto, la conversación se interrumpió bruscamente. Se detuvieron frente a una máquina de agua. José lleno un vaso de vidrio y lo acerco a Yuri obsequiosamente. Este tomo un poco y del resto del contenido dio cuenta el boliviano. Con eso terminó el paseo. Hubo una breve despedida y los dos hombres se alejaron en dirección opuesta.