Llegaron hacia las 9 de la mañana al ashram de Zaguán. A tiempo para escuchar la disertación. Los fieles, un centenar de occidentales, estaban sentados sobre el césped. El gordo Zaguán en su trono dorado y desde lo alto de una galería, acompañaba los sones de una placa fonográfica que salían por los altavoces. Ora movía sus manos rítmicamente, ora meneaba su cabezota con dulzura. Pero cuando blanqueaba los ojos y mecía sus negras barbas grasientas estallaba el asombro general. iQue Paz había en su rostro! «Rendirse ante el maestro ‑decía una voz en ingles americanizado‑, porque aquel que quiere liberarse debe entregar su Ego.» Respondiendo a la consigna, los occidentales pasaban a ponerse de rodillas, acariciando el césped con la cara. Los más afortunados podían llegar hasta el gordo y finalmente besar las medias rosadas que afloraban entre las negras correas de las sandalias.

Los rusos se confundieron entre los discípulos. Yuri se sentó sobre el césped, pero Igor fue derechamente a una silla aislada y vacía que, al parecer, le invitó insidiosamente. Porque en cuanto se hubo acomodado, un griterío histérico hizo presa de varias mujeres que al punto se arrojaron sobre él. Igor se defendió tenazmente, tratando de no soltar algún puñetazo que lastimara a las agresoras. Pero todo fue tan rápido que algunas alcanzaron a desgarrarle la blusa y los bolsillos de sus pantalones. Cuando Yuri llego en socorro de su compañero, ya el gurú se había hecho cargo del micrófono y calmaba a las mujeres.

Tranquilidad, ovejitas mías ‑profería‑, tranquilidad. Debéis comprender que él no conoce el gran significado de esa silla vacía. Esa silla, en la que cada mañana se sienta, para escucharme, el periespíritu del más grande desencarnado de la India.

Las enfurecidas atacantes retrocedieron a regañadientes. Pero lo mas destacado para el profesor fue advertir que zigzagueaban o caían al piso riendo grotescamente. Estaba claro que ya desde temprano había corrido el licor o la droga y algunas pasaban de la ira a la risa desordenadamente.

Luego se explicaría que ciertos estimulantes predisponían favorablemente, en el sentido de «hacer abrir el corazón, a las verdades de Zaguán». La silla quedo vacía nuevamente a Igor terminó por sentarse al lado de su compañero, al cual dijo en voz baja:

‑ ¡Lo aplasté!

‑ ¿A quién? ‑preguntó Yuri.

– Al periespíritu del más grande desencarnado de la India, camarada profesor.

Zaguán deliró durante media hora y, al concluir, muchos agradecidos volvieron a lamer sus medias rosadas. La cosa tomó un giro sublime cuando apareció un gran Mercedes Benz negro al que trepó el gordo ayudado por los discípulos. El auto dio tres o cuatro vueltas alrededor del conjunto arrodillado, mientras el gurú repartía besos desde la ventanilla trasera. Luego bajó en el mismo lugar en que había ascendido al coche y mientras este era devuelto al garaje, el gordo entro en la galería desapareciendo de los ojos profanos.

Dos horas después, los rusos estaban saliendo del ashram cuando fueron alcanzados por dos hombres que ayudaban a una mujer joven de andar vacilante.

‑ ¿Ustedes vuelven a Poona? ‑preguntó uno de ellos.

‑ Sí, ya mismo ‑dijo Igor.

‑ ¿No podrían llevar a Ethel? ‑arremetió el otro.

– Pero, ¿a donde? ‑inquirió Igor desconcertado.

– Adonde vayan ustedes. Déjennos sus datos y en unas horas pasaremos por ella. Ahora no hay tiempo para dar explicaciones… Escribe los datos, Pierre ‑ ordenó uno de los jóvenes.

‑ Oiga, Pierre ‑ intervino Yuri‑, estaremos esperándolos en el Amir Hotel. Pregunten por el profesor Tókarev. Si no llegan en dos horas, les dejaremos el bulto allí mismo.

Los jóvenes volvieron sus espaldas y regresaron hacia el ashram.

Estaban en la habitación. Ethel no había dicho una sola palabra. Seguía recostada con los ojos abiertos, casi sin pestañear. Mientras, Igor había encargado jugos de fruta y algunos platos convencionales indios. En unos minutos, una nube de servidores entró al cuarto. Dejaron un carro rodante cargado con los encargos y formaron al lado de la puerta para recibir las propinas de Igor. Este fue entregando paisas. Cada uno recibía sus monedas, agradecía negando con la cabeza y salía en orden. Yuri acerco un vaso con jugo de frutas a Ethel, pero esta siguió sin responder. Los rusos optaron por dejar las cosas en la situación en que estaban, a la espera de los jóvenes. Mientras, aprovecharían para ducharse y arreglar sus efectos personales, particularmente maltrechos en el caso de Igor. Poco tiempo después, alguien llamó a la puerta.

– Adelante ‑ invitó Igor.

Y de inmediato se presentaron los dos jóvenes. Tomaron asiento y, luego de beber unos jugos, el más alto dijo:

‑ Me llamo Kaustila y este es Pierre. Ethel ha estado en el ashram desde hace tres meses. Ayer llegamos de visita y allí la conocimos. Alcanzamos a escuchar su historia, pero hoy ya no hablaba, de manera que decidimos sacarla de allí.

‑ ¡Ah, ustedes son boys scouts! ‑ ironizó Igor.

‑ No, somos monjitas de la caridad… ‑ replicó Pierre impetuosamente.

‑ Bueno, bueno ‑apaciguó Yuri‑. ¿Que tal si dejamos que los señores expliquen el asunto?

‑ En el ashram quedan cerca de diez cretinos mas, intoxicados como Ethel. Se resisten a salir, porque esperan que Zaguán les dé lo que ellos llaman el «Gran Secreto». Para lograr eso, cada día se preparan reduciendo su cuota de arroz descascarillado ‑ explicó el mas alto.

‑ Ahora comprendo – atacó Igor‑. ¡Ustedes son del Ejercito de Salvación!

‑ No, somos los nenes del ballet Bolshoi ‑pro­firió Pierre.

‑ ¿Será posible? ¡Rayos! ‑ interrumpió el profesor‑. ¿Quieren una pelea callejera? Esta bien, háganla, pero afuera… ¿Y que es eso del Bolshoi?

‑ ¿No son rusos, profesor Tókarev? En la conserjería nos lo confirmaron. Si, diplomáticos rusos ‑afirmo Kaustila.

‑ ¿Y ustedes, que son? ‑preguntó Yuri con fastidio.

‑Yo soy francés y el indio – explicó Pierre, para agregar: ‑ Si los otros no quieren salir, no es problema nuestro, ya que no volveremos. Pero como a esta la sacamos, habrá que ponerla en un avión y de vuelta a Londres, antes de que termine mal. Está totalmente anémica, drogada y sin un centavo. No recuerda donde vive y ha perdido su documentación. Así es que, como los dignos señores del Amir Hotel son diplomáticos de gran vida, tendrán que despacharla de la India.

Ante la mirada atónita de los rusos, los jóvenes sorbieron otros jugos y, dispuestos a salir, Kaustila sentenció:

‑ Hemos hecho nuestra parte. Ahora cumplan ustedes con la solidaridad internacional. ¿O no están en las Naciones Unidas?

‑ ¡Un momento! ‑grito Yuri‑. Queremos saber más.

‑ ¡No hay mas que hablar! ‑ repuso Pierre.

En ese instante, Igor comenzó a reír y a palmear a los visitantes, quienes respondieron también jocosamente, hasta quedar los cuatro sentados y dispuestos a mejorar la situación. Sin ambigüedades, los jóvenes explicaron que seguían la Doctrina y que estaban llevando a cabo un proyecto que les habían asignado.

Donde hay sufrimiento y puedo hacer algo para aliviarlo, tomo la iniciativa ‑afirmó Kaustila. ‑ Donde no puedo hacer nada, sigo adelante alegremente.

Yuri reconocía perfectamente ese estilo ya explicado por José en Moscú, así es que se dispuso a un intercambio.

‑ Llevaremos a la muchacha a Bombay, allí la pondremos en manos del consulado inglés pidiendo seguridades sobre su envío a un centro de atención médica en Londres. Y si alguien tiene problemas, la URSS cargara con los gastos de viaje, pero ellos tendrán que arreglar sus papeles para la partida. ¿De acuerdo señores?

– Totalmente ‑aseguro Kaustila.

Cuando, a su turno, los jóvenes preguntaron por las actividades de los rusos, Yuri aprovecho para relatarles acerca de su investigación, sin ocultamientos. Esa era una de las oportunidades que le interesaba explorar y ya no estaba dispuesto a limitarse por suspicacias. El recuerdo del lama Tensing dio mas fuerza aún a sus intenciones. Y ya que no poda hablar con José, podía hacerlo por lo menos con sus hermanos de Doctrina. Frente a las explicaciones de Yuri, Pierre destacó que ellos sabían sobre el creciente desequilibrio psicosocial y también en torno a la irrupción de nuevos fenómenos místicos perturbadores. Agregó que pronto comenzarían explosiones irracionales en cadena:

‑ En la década de los ochenta, cuando la crisis energética y la bancarrota económica de los países se generalice; cuando masas hambrientas sin trabajo y sin futuro deambulan en las grandes ciudades entregadas al pillaje y la violencia, el estado mental de las poblaciones se parecerá demasiado a la locura colectiva. Formas místicas atraerán a las multitudes, convirtiéndose en factores de poder.

Los rusos escucharon con interés el punto de vista de los jóvenes. Mas adelante, Yuri consideró: ‑ Supongamos que están en lo cierto. ¿Qué debería hacerse en tal caso?

‑ Sólo una cosa ‑ argumentó Pierre‑, tener a la mano una formidable herramienta de psicoterapia social, capaz de absorber las enormes energías negativas de la mente colectiva y transformarlas positivamente. Para ello, debe haber un «lanzamiento».

‑ ¿Un «lanzamiento» de qué y para qué? ‑interrumpió Igor, haciendo un esfuerzo por confundir el diálogo‑. ¡Ah!, muchachos, yo quisiera saber si son chicos de un colegio religioso o sociólogos altruistas, preocupados por el buen funcionamiento colectivo.

‑Le contestaré con una declaración que hacemos públicamente: «Mi Doctrina dice que puedo creer o no creer en Dios. Mi Doctrina dice que puedo creer o no creer en la inmortalidad. Mi Doctrina explica que puedo y debo aprender a superar el sufrimiento.» Y de acuerdo a ello ‑continuó‑, tiene ante usted las dos opciones. Kaustila es ateo y yo creyente, pero ambos sabemos que el sufrimiento no es bueno. Usted dirá que en su país no hay sufrimiento. Si eso fuera cierto, seria el paraíso de la Doctrina. Pero si se equivoca, algo va a explotar también allá.

Ethel, entre tanto, se había puesto en pie tratando de llegar hasta los hombres. Kaustila aprovechó para sentarla y darle cuidadosamente de beber, alimentándola con pequeños trozos de pollo frío.

‑Gracias ‑dijo al final la muchacha, volviendo a su cama.

Hubo intercambio de miradas y gestos en silencio. Y en ese momento, brevemente, una corriente fraternal tocó al conjunto.

‑Nos vamos ‑amenazó Pierre.

‑ Díganme ‑ los retuvo Yuri ‑ ¿qué posibilidades hay de que, precisamente ustedes, canalicen la supuesta explosión?

‑ Ninguna ‑ replicó Kaustila‑. Nosotros somos unos pobres gatos locos, sin medios, sin presión de número. Faltando planteos de masa seductores, no es posible canalizar nada. Le repito algo dicho antes: «Donde hay sufrimiento y puedo hacer algo para aliviarlo, tomo la iniciativa. Donde no puedo hacer nada, sigo adelante alegremente.»

‑ Algo más ‑ pidió Yuri‑. ¿Dónde está el epicentro de ustedes?

‑ Profesor Tókarev ‑ ironizó Pierre‑, nosotros no somos un terremoto local… somos policentro. Si, en cambio, quiere saber en que lugar se originó la Doctrina, puede investigar en los alrededores de los Andes. Pero allí no va a encontrar un ashram. Recuerde: «somos unos pobres gatos locos» y, para colmo, dispersos por el mundo. Pero le aseguro una cosa, si existe alguna posibilidad de evitar que en el desorden futuro los psicópatas lancen sus misiles, nosotros intervendremos. Haremos nuestro propio lanzamiento para desactivar sus bombas…

El diálogo había concluido extrañamente.

Cuando los jóvenes salieron, los rusos comenzaron a preparar su partida. El profesor tuvo tiempo para escribir algunas notas, pero en ellas no hizo referencia a la chispeante mirada de advertencia que había observado en los ojos de Pierre.