El mundo se nos presenta no solamente como un conglomerado de objetos naturales –lo dado-, sino también como una articulación de otros seres humanos, y de objetos y signos producidos o modificados por ellos.
El mundo natural, a diferencia del humano, nos aparece desprovisto de intención. Desde luego, podemos imaginar que, por ejemplo, las piedras, las plantas y las estrellas poseen intención; pero no vemos como llegar a un efectivo diálogo con ellas. Aún los animales en los que a veces captamos la chispa de la inteligencia (el chimpancé, el delfín, etc.), se nos aparecen impenetrables y en lenta modificación desde adentro de su naturaleza (el caballo parte hace aprox. 60 millones de años midiendo 38 cms. de altura, entre otras diferencias con la versión actual). Sabemos de sociedades de insectos totalmente estructuradas (las abejas, las hormigas, etc.), mamíferos que usan rudimentos técnicos (el castor, etc.); pero repitiendo sus códigos de comportamiento en lenta modificación genética, como si fueran siempre los primeros representantes de sus respectivas especies (¿Qué colonia de abejas ha abolido la monarquía?). Y aun cuando comprobamos las virtudes de los vegetales y los animales modificados y domesticados por el hombre, observamos en ello la intención del ser humano abriéndose paso a través de las resistencias que le pone lo natural, y, por ende, humanizando al mundo.
Cuando nosotros hablamos de un mundo interno (o sicológico), naturaleza o sociedad en términos de “paisaje” (respectivamente, interno, externo o humano), estamos indicando que aquellos son “mirados” por alguien con una cierta visión. Esto marca la diferencia con los conceptos en que se nos pretende hablar “objetivamente” de aquellos como si fueran existentes en sí, excluidos de toda interpretación por parte de quien a ellos se refiere.
Así, “paisaje externo” es el mundo natural “mirado” por el ser humano, es todo lo dado según aparece a nuestros ojos (incluido el propio cuerpo); y “paisaje humano” es el mundo no natural, sino social e histórico, o sea, un tipo de “paisaje externo” constituido por personas y también por hechos e intenciones humanas plasmados en objetos y signos (lenguaje, música, etc.); es nuestra “mirada” del conjunto de las personas y sus productos. Y todo lo producido está cargado de significado, de intención, de para qué. Y esa intención es, en última instancia, superar el dolor y el sufrimiento.
Y el “paisaje humano” lo es aun cuando el ser humano, como tal, no esté ocasionalmente presente. Podríamos, por ejemplo, llegar a cualquier ciudad y, Aunque no hubiera allí ningún ser humano, se presentaría ante nosotros un “paisaje humano”, ya que estarían allí sus producciones; y también porque somos nosotros los que las “miramos”. Esto es así porque lo percibido “significa” algo para nosotros, seres humanos; es decir, las producciones humanas son signos en los que advertimos la impronta de intenciones humanas, sean estas conocidas o no. Como hemos sido constituidos por un mundo social, la intención que advertimos en nosotros es un elemento interpretativo fundamental del comportamiento de los otros, y así constituidos (nos representamos) al mundo social por comprensión de intenciones.
En síntesis, “paisaje humano” es nuestra visión de la sociedad, la cual no puede ser percibida con independencia del punto de vista, de la interpretación del observador.
Esto cobra particular importancia sobre todo en esta época en la que todo cambia aceleradamente, de tal modo que nuestra visión del “paisaje humano” –lo que hasta ahora creíamos que perteneciera a la naturaleza misma de la sociedad- sufre los embates del cambio.