En nuestra vasta y contradictoria Latinoamérica, el ámbito en que los niños nacen es variable. Variable según el estrato de sus padres, variable según la raza de sus padres, variable según la condición campesina o ciudadana de sus padres.
Grandes conjuntos forman la crecida tasa de mortinatalidad. Sobre ellos la historia y la naturaleza tienden un piadoso manto al tronchar un crecimiento plagado de enfermedades, de abandono, de brutalidad.
Están los recogidos en orfanatos-cárceles y los hijos de nadie.
Están los hijos de las favelas, de las poblaciones callampas, de las villas miseria.
Están los hijos de los cañeros, de los mineros, de los leñadores.
Los hijos de los desocupados, de los desesperados.
Los del indio movilizado a látigo.
Los del negro.
Están los hijos del alcohol, de la coca, de la prostitución.
Están los hijos del llanto, del crimen, de la ignorancia.
Los hijos de los «padres de la patria» y los ahijados de los sonrientes presidentes.
Están otros: los hijos del proletariado andrajoso y los hijos del proletariado apenas técnico.
También están los hijos de la clase media.
Hay otros cuantos: los hijos de los hombres probos, de los hombres de bien, de los hombres limpios.
Los hijos de los capitanejos de la industria y el comercio, de los profesionales.
Son los hijos de los «momios» y de los «buchones gordos» y de las cacatúas complacientes… Los hijos cuyos padres «deciden».
Hijos de unos o de otros, millones de niños claman al cielo o al infierno por la tortura de sus cuerpos, por las no-calorías, por el deambular de la limosna, por la estupidez de las mentes, por el lavado de cerebro y el condicionamiento que producirá niños enemigos de otros niños.
Luego vendrán los jóvenes, los adultos y los pocos que lleguen a viejos.
Y volverá la rueda a girar.
Cuando esta rueda comience a atascarse, alguien pondrá aceite en la maquinaria y entonces ésta, silenciosamente, empezará a despedir, encarcelar y asesinar a todos aquellos que «perturban la paz y el clima de trabajo que necesita nuestra patria».
Simultáneamente, echará a funcionar el artefacto propagandístico y mucha gente quedará conforme en las ciudades por las explicaciones que se dan, mientras los cortos publicitarios muestran a las preciosas ridículas tomando Coca-Cola o revolcándose entre pieles.
Las huelgas obreras serán explicadas como provocadas por agentes foráneos. Los disturbios estudiantiles, como pretextos de cabecillas que no quieren estudiar.
En uno y otro caso, el sistema repudiará la politización como ajena a las organizaciones gremiales y Universitarias. Luego de tal maravilla reiniciarán el proceso y los dirigentes de empresa, así como los profesionales, seguirán haciendo su imbécil política disfrazadora de hechos.
En realidad, tanto el estudiante como el obrero joven repudian en las jerarquías a las que están sometidos, precisamente eso: la politiquería hipócrita que éstas hacen cimentando los valores de un sistema social hipnótico, utilizador y criminal.
Al fervor callejero de la huelga, de la rebelión, sucede la paradoja trágica: la presión psíquica del hogar, la división interna con que el sistema debilita a todos los luchadores de la liberación…
Entonces los años pasan, los intereses varían y los padres y esposas que fueron utilizados por el sistema para socavar la moral de los rebeldes, sienten a la corta o a la larga que su hijo o esposo, Juan-Nadie, «ha sentado cabeza».
Ahora Juan-Nadie, ya habrá superado el complejo de culpa de sus años jóvenes. Ya no tiene por qué sufrir la división interna de sus años de acción. Ahora se siente más Juan que nadie y más Nadie que todos… Ahora será el rompehuelgas, el delator, el traidor a sueldo o «por convicciones».
Si Juan-Nadie termina en profesional, disertará largo tiempo entre digestión y digestión sobre el idealismo de los jóvenes y explicará cómo también él, fue un militante engañado.
O bien, si por su incapacidad y frustración no logró un título universitario o un puesto de capataz, tranquilizará su conciencia fenicia explicando los fracasos por aquellos que lo corrompieron y alejándolo en su momento de las verdaderas obligaciones. Ciertamente, de las obligaciones de esclavo.
Luego educará a sus hijos de tal modo, que la adaptación al sistema les impida seguir sus propios pasos de rebeldía juvenil. Ese terror por su propio recuerdo, convertirá a Juan-Nadie en el inquisidor de sus hijos y de las amistades de sus hijos.
Un buen día Juan-Nadie morirá y sus vecinos irán a ver su cara.
«Juan-Nadie, Q.E.P.D., sirvió dócilmente a los sirvientes de los sirvientes del imperialismo. Vejado en su niñez, comprado en su juventud, anestesiado en su madurez. Fue útil a la sociedad y más papista que el papa. Su esposa e hijos lo llorarán eternamente».