Los jóvenes sienten día a día la necesidad de cambio. Sienten esta necesidad con todo su ser. Desean cambio de estructuras sociales y el cambio de la propia estructura mental.

Se empieza a advertir que el surgimiento de un hombre nuevo no necesariamente corresponderá a una sociedad nueva, o tal vez sí. Pero hay urgencia hoy por cambiar en uno mismo. Semejante tendencia cobra fuerza y la idea de la revolución interior tiene sentido en ese contexto.

No debe por tanto, tomarse a la ligera un cierto clima místico que campea entre las nuevas generaciones.

Están las líneas espiritualistas, teosóficas y ocultistas de todo tipo, que alientan a los conformistas a prepararse para ultratumba. No nos referimos a eso, sino al tono vital «místico» que puede descubrirse, por ejemplo, en los hippies de hoy como en su momento pudo advertirse en surrealistas y afines y más adelante, en los beatniks.

Tampoco hablamos de la subida del tono supersticioso en las sociedades contemporáneas (4).

Cuando jóvenes de distintas extracciones comienzan a apelar a la droga «como experiencia nueva» o a interesarse progresivamente por lo «oculto» o por los «poderes escondidos de la mente», conviene reconsiderar esquemas y tratar de comprender esta necesidad tan real como puede serlo la de amar o de aprender.

No se trata de discutir con las nuevas generaciones la posibilidad del cambio interior en general (idea a la que personalmente adhiero), sino la posibilidad de ese cambio, si simultáneamente se produce un encerramiento en sí mismo, negando la realidad social.

A veces, pequeños grupos de jóvenes se autosegregan de las estructuras sociales convencionales y configuran curiosas comunidades. Esas comunidades al poco tiempo se corrompen por la promiscuidad y porque sus integrantes van a ellas con cuanta lacra formó en su personalidad la sociedad que ahora niegan. En realidad, no niegan radicalmente las estructuras burguesas, sino que sirven a ellas debilitando la oposición al sistema.

El hippismo sirve en ese sentido al sistema, aunque muchos de sus integrantes no sean conscientes de la utilización que padecen.

No hablamos de grupúsculos de ridículos «buscadores de Ia verdad» o de niños bien a medias, viajeros al Oriente; ni tampoco de los canallitas de siempre que tapan sus deficiencias sexuales mezclando el olor a santidad con los cuernos.

Hablamos de aquellos que hastiados de una lucha estéril y reconociendo sus propias limitaciones, se lanzan a la búsqueda del cambio interior como última posibilidad vital. Ellos podrán comprender que no tiene sentido un cambio que no sea total. Si son consecuentes con esta idea, advertirán también que no Iuchar por la revolución social al par de la propia revolución interior, significa la pérdida de los dos términos últimos.

La experiencia que estos jóvenes puedan aprovechar de los buceadores de la vida interior (o por lo menos de gentes más conocedoras), no es tarea nuestra cuestionarla, pero sí es nuestro deber orientarlos en el sentido de la revolución total.

Tanto en el joven guerrillero de hoy como en el auténtico buscador de la revolución interior, hay una frescura y el desinterés de dar un salto en el vacío y sin especulaciones. ¿Cómo podríamos lograr un ser total e integrado? Tal vez en ellos estén las potencias de ese hombre nuevo, que aún no alcanzamos a definir.

El hippismo y los ocultismos en general, como corrientes desviatorias de la acción social, parecen afianzarse en el mismo estado de conciencia en el que surgen las religiones, siendo éstas posteriormente las superestructuras de desarme sicológico útiles a la dictadura de las clases explotadoras.

La tendencia en el hombre a la trascendencia no puede ni debe ser discutida aquí, pero sí el aparaterío ritual y autoritario opuesto precisamente a la necesidad de liberación.

Puede tener sentido la religión interior como afirmación de la propia intimidad y tiene derecho a la prédica quien considere esa forma de trascendencia como una lucha más contra las religiones externas y la malévola falsedad de los cultos. Pero todo aquél que adhiere a la religión personal e interior, sabe que está ligado a su propio cuerpo y que su biopsiquismo padece no sólo las determinaciones de las leyes naturales, sino del medio económico en que vive.

Por lo tanto, aquél que se siente luchando contra su propia mecanicidad, sabe también que es de buena fe no fugarse a los paraísos artificiales de la droga personal o colectiva, sino luchar contra todo lo que sea explotación e hipnosis. De no ser así, ¿cómo explicarían los puristas que sienten horror por los planteos sociales, su necesidad de dinero, ropa, alimentación, vivienda, medicina, etc.; y que para eso deban vérselas con el sistema económico que les rodea?

Usar una pala (no hablemos de un avión) o el lenguaje, es usar herramientas culturales y si se es purista de buena fe el único planteo auténtico es el del suicidio.

Aquel que medita sobre sí mismo o que se aleja del medio social provisoriamente y para tomar una perspectiva deshipnotizante, está «recargando sus baterías» para volver al mundo de la lucha con más bríos y con la conciencia esclarecida. Esa es la justificación ideológica del retiro de Jesús. Zaratustra, igualmente, regresa a lidiar con el último hombre y lo hace porque «ama a los hombres». Así han procedido los profetas luchadores contra la opresión. Así procede todo revolucionario que luego del fárrago diurno medita y autocrítica sus acciones cotidianas.

La creación estética tiene igualmente sentido en la medida en que cuestione las estructuras aceptadas por una sociedad adormecida y sirva para despertar la conciencia libertaria. No debe entenderse que estemos hablando del Realismo Socialista, porque esa tendencia funciona como cuestionadora de un tipo de opresión y justificadora de las líneas convenientes para el Partido.

Todavía quedan algunos esteticistas que cómodamente instalados en el mundo burgués justifican su holgazanería y su incapacidad creadora rodeándose de ambientes bellos y amables y justificando su existencia gozadora e innoble con teorías confusas acerca de Epicuro o de las calendas griegas. Ellos, consumidores de fotografías y de posters de hermosos guerrilleros, son los más hipócritas cómplices del sistema.

Si existen corrientes desviatorias en el terreno de la Religión y el Arte ¿qué no sucederá con el Derecho y la Filosofía al servicio de la oligarquía? ¿Qué no sucederá con la Ciencia?

Es deber de todo científico y de todo artista luchar con los recursos que estén en sus manos para aumentar las contradicciones del sistema y a favor de la liberación humana.

Se afirma que los científicos deben estar alejados de toda ideología, pero sabemos muy bien que ese es el propósito de la ideología tecnocrática burguesa.

Ya desde los primeros pasos universitarios se machaca el cerebro de los estudiantes con la investigación científica «ajena» a los planteos sociales, tratando de injertar semejante contradicción aún en las facultades de Psicología, Sociología y de Derecho.

Los estudiantes que todavía en estas horas defienden semejante trampa, o son parte interesada de la oligarquía o están totalmente hipnotizados para uso y abuso del sistema.

La labor del estudiante revolucionario es denunciar públicamente las trampas y despertar la conciencia de los dormidos, organizando la rebelión en su propio ámbito.

Otra corriente desviatoria es la de la libertad sexual. Ciertamente, la liberación del tabú del sexo importa. Pero la forma con que se acomete el problema y el exagerado relieve en que se pone tal cuestión, parece también al servicio del sistema que se encarga hoy de canalizar esas fuerzas explosivas hacia el desahogo del amor libre y de toda la pornografía que el mismo fomenta.

El amor libre se da de hecho, aunque solapadamente y con sentimiento-de-traición. Romper tal sentimiento es también liberarse.

Pero el sistema ha advertido perspicazmente que canalizar las potencias del sexo hacia el mercado, aumenta las ventas y que las manifestaciones a favor del amor libre, la promiscuidad, la inversión, etc., no hacen a la esencia de la revolución.

La igualdad de los sexos sí es un problema de fondo y la lucha para conseguirla tiene sentido.

La libertad sexual tiene valor para todo aquel que quiera practicarla, pero los verdaderos revolucionarios comprenden la importancia de canalizar sus energías en una sola dirección y para ellos es más liberadora y fecunda su relación con la compañera de lucha, que la mezcla fácil de impotentes y frígidas en un aquelarre pequeñoburgués desvitalizado.

Es tan repugnante la moral filistea que santifica a la pareja por la Religión o las leyes del Estado, como el picoteo contínuo que provoca ambivalencias afectivas de todo tipo.

Mucho menos justificado aún aparece ese tipo de matrimonio que conserva sus apariencias monogámicas y se maneja hipócritamente con todo tipo de «contactos horizontales», reprochando a su vez al divorcismo y escandalizándose por el futuro de los hijos de las parejas disueltas.

(4) Todo ello aparece descrito en «Silo y la liberación»: La Escuela y el momento actual.