Luego de continuas dilaciones, el centurión Léntulo (que había sido designado por Pilatos con especiales recomendaciones) tomó a Jesús y a otros dos sediciosos acusados de crímenes comunes.
En número de catorce personas (cinco soldados, Léntulo, los tres condenados, Judas, José de Arimatea, Juan, Simón y María de Mágdala) salió el grupo por la puerta judicial que se abría sobre el camino de Siloh y de Gabaón, dejando a la izquierda la tumba de Ananías y empezando a trepar por la derecha la altura de Gólgotha.
Llegados a la cima hacia la hora cuarta, acostaron a los condenados en las cruces y comenzaron a ajustarlos. Luego levantaron a dos, hasta que los maderos se introdujeron en unos hoyos profundos.
En la cruz de Jesús colocaron una astilla grande de madera a modo de plataforma, sobre la que éste apoyó sus pies. Brazos y piernas fueron atados con rigor. De inmediato el mismo Léntulo se preocupó de fijar sus dos manos al madero con golpes precisos con clavos de cabeza ancha. Entonces Jesús lanzó dos gritos agudos.
Los dos sediciosos fueron quebrados en sus miembros por golpes de barreta, mientras que izaban a Jesús con sumo cuidado, temiendo que fuera a desgarrarse las manos.
Una vez apisonadas la bases de las tres cruces, los soldados se colocaron alrededor de ellas en actitud de custodia.
No se sabe si por lo avanzado de la hora (ya era la cuarta y a la sexta comenzaba el sábado) o por el clima especial que se vivía en Jerusalén, lo cierto es que nadie más que los mencionados anteriormente, estaban presentes y de ellos Juan fue expulsado por Judas, ya que aquel tenía fama de hablar a grandes voces, por lo que recibió el apelativo de “Hijo del trueno”.
Luego Jesús dijo tener sed y entonces se le pasó vino adormecedor en una esponja que se colocó en el extremo de una caña. Al poco tiempo comenzó a decir a sus compañeros de suplicio cosas incomprensibles hasta que cayó profundamente dormido.
Comprobada la muerte de los otros reos, Léntulo lanceó con sumo cuidado el costado de Jesús, del que manó escasísima sangre. Visto lo cual todos consideraron terminada la ejecución.
Los soldados bajaron a los dos ajusticiados y el centurión y los amigos de Jesús, bajaron a éste, entregando formalmente el cuerpo a José de Arimatea, quien lo llevó con los otros a la tumba en el jardín de su casa. Judas se retrasó un instante y pasó a Léntulo 30 monedas de plata por su servicio, recomendándole que diera cuenta de todo cuanto sucedió, a Pilatos.
Los cuerpos de los otros dos fueron arrojados por las laderas del monte Calvario.
Llegando a la casa, reanimaron a Jesús con unos brebajes y cuidaron de sus heridas que le provocaban gran malestar. Mientras tanto, Pilatos mandó hacer guardia ante la piedra que se había colocado en la tumba de José, suponiendo todos que el cuerpo de Jesús se encontraba en ella.
Recuperado el Maestro salió con Judas, Simón y otros amigos en viaje a Jope.
Al tercer día María anunciaba a los seguidores que Jesús había resucitado y en la depresión y abatimiento en que éstos se encontraban, la golpearon hasta aturdirla.
Jesús y sus amigos ya en Jope, zarpaban hacia el mar en un hermoso atardecer.