En la sala del sello del Estado, sólo quedaba un hombre.

El Prefecto, en calidad de magistrado supremo, podía no haber convocado al Tribunal, postergando el juicio. Aquel día hubo trabajo suficiente como para evitarlo. La recepción de heraldos y embajadores le había tomado toda la mañana y los escasos ratos libres, tuvo que destinarlos a ordenar los asuntos políticos en trámite.

Las tareas de revisión de archivo e investigación de documentos le hubieran permitido dilatar las cosas considerablemente.

Él estaba en las finanzas y además necesitaba tiempo para comprender cuando menos los movimientos de los sediciosos y denunciarlos al pueblo de Atenas. Tal vez aquellos mismos se habrían encargado de forzar las cosas para promover el escándalo que llevaría a Sócrates ante el Tribunal.

El Prefecto sabía que aún postergado, el resultado hubiera sido idéntico. Por lo menos ahora le quedaba la sensación de que gracias a su intervención, se había cumplido con las formalidades mínimas que permitían a todo ciudadano tener un juicio digno.

Él había dispuesto que Lisias compusiera la defensa y si el acusado había prescindido de él, era problema suyo.

Personalmente, no tenía contra Sócrates mayores objeciones que las que cualquier otro administrador preocupado por los ciudadanos morosos. Además, ¿qué podía hacer si el partido democrático y los aristócratas iban y venían por todas partes acumulando argucias para exigir el juicio? Él no era más que un representante del pueblo y debía hacer lo que éste pidiera.

No obstante, subsistía en él la duda: o Sócrates era el alma de la sedición, o lo era la coalición de los partidos, o un grupo desconocido por todos.

Según los políticos, Sócrates pretendía una República, que de espaldas al pueblo y apoyada por ejércitos, fortaleciera la resistencia contra el peligro persa. Para ellos era evidente que tal peligro no existía y que se trataba de un pretexto.

Él sabía que el juicio era político, pero como las actuaciones de este tipo estaban vedadas por la amnistía que reconciliaba a los demócratas y a los oligarcas, se había tratado de dar otra forma al asunto.

Por alguna razón, Sócrates se había mofado de continuo del Tribunal de los heliastas. Había comenzado por llamar a sus miembros «atenienses» en lugar de «jueces», reprochándoles veladamente que su jerarquía era obra del azar y no necesariamente del mérito.

Además, sus palabras finales luego de recibir sentencia habían sido sospechosas. En efecto, dijo:

«Yo os aseguro, hombres que me habéis condenado a la última pena, que inmediatamente después de mi muerte, os llegará un castigo más duro ¡por Zeus!, que el que me habéis infligido con vuestra condena. Habéis hecho ésto en la idea de que os veréis libres de rendir cuentas de vuestra vida, pero os sobrevendrá todo lo contrario: serán más los que en adelante os pidan cuentas (yo era quien los contenía, aunque vosotros no lo advertíais) y serán más molestos por cuanto son más jóvenes y vuestro enfado será mayor».

– ¿Qué quería decir con aquello de «yo era quien los contenía, aunque vosotros no lo advertíais»? Era evidente que aludía al grupo formado por los jóvenes desencantados de la coalición. Por otra parte, se sabía que en ambos partidos existía una larvada corriente de adhesión hacia él y que provenía sobre todo de esos jóvenes, fueran de extracción democrática u oligárquica.

Desde hacía años, los dos sectores se ocupaban en desprestigiarlo públicamente y Aristófanes, que fue uno de los más perceptivos de sus maniobras, le había lanzado sus dardos colocándolo en el «pensatorio», mientras explicaba falsedades sobre los temas más diversos, enseñando la retórica tan cara a los sofistas.

Otros comentarios hacían aparecer a Sócrates con discípulos juramentados en un partido oculto que crecía día a día apoyado por los macedonios.

Se sabía de los contactos que mantenían sus seguidores con los tiranos del exterior y ésto hacía temer a un círculo político que rodeaba a Atenas y que muy bien podía tener su agente en Sócrates. No en vano aquéllos viajaban a menudo a Megara y a Egipto, a Cirene, Tarento y Siracusa.

No había que descontar sus actitudes anteriores. En efecto, habiendo Sócrates tomado parte en el Consejo de los Quinientos y siendo miembro de la comisión Pritana, se opuso a la Asamblea en pleno para defender a varios generales que habían combatido en la batalla de las Arguinusas.

En otra ocasión, se enfrentó a los Treinta Tiranos, cuando le ordenaron apresar a León de Salamina.

Tanto en Potidea como en Anfípolis y en Delión, se había batido militarmente logrando influir en las decisiones del mando.

Por todo ésto, no era de extrañar que ambos bandos hubieran calculado la tendencia de Sócrates a elevarse sobre ellos. Además, era sospechoso de sofista y Atenas recordaba la triste experiencia sufrida, cuando los discípulos de aquéllos llegaron al poder con Alcibíades y Critas.

El Prefecto se explicaba ahora por qué Anito, del partido democrático (respaldado por Melito y Licón), había llevado adelante las acusaciones en estos términos: «Sócrates comete los siguientes delitos: no cree en los dioses de la ciudad, trata de introducir dioses extraños y corrompe a la juventud»; dando a entender lo que políticamente ésto significaba.

Los argumentos en sí eran débiles y muy difícil resultaba tener pruebas a la vista. Por ello era que los acusadores habían tratado de influir en la opinión del pueblo, con campañas laterales sobre la irreligiosidad del acusado.

Anito era un buen ateniense y creía comprender el peligro que se cernía sobre su patria. Por tanto, hacía lo imposible con tal de proteger los valores que creía de importancia, es decir: la familia, la tradición y la religión de su pueblo (aunque éstos eran en realidad los valores de la aristocracia).

Cuando el Prefecto convocó al Tribunal, sabía que el clima general era hostil a Sócrates. Aparte del problema de las facciones, los sacerdotes de Apolo contribuían a magnificar los crímenes de aquél, temiendo que su prestigio fuera desplazado en favor de los grupos socráticos que los acusaban de comerciar con las cosas divinas. Sócrates, en el mismo juicio, había embarcado a la pitonisa de Delfos en una declaración acerca de su sabiduría, con el evidente propósito de neutralizar a los personeros del culto que hacían causa común con los poderosos.

Sócrates había estado magistral en su propia defensa, destrozando a sus contrincantes y mostrando a todos su inocencia.

Entonces, de un modo ruin, las facciones habían tapado su voz con gran estruendo, acusándolo desde todos los ángulos:

«Critón te mantiene, para vergüenza del pueblo»;»Eres un ignorante que nunca salió de Atenas, pero das consejos a todos y charlas el día entero, sin mostrar industria productiva»;»Dices descubrir la verdad negando y discutiendo de continuo»;»Se te encuentra a toda hora en la plaza pública, los gimnasios, los pórticos, las tiendas de los artesanos, pero siempre con los jóvenes, corrompiéndolos»;»Caricles ya te había prohibido enseñar y pervertir a la juventud»;»Dejaste morir de hambre a dos de tus hijos»;»Tu mujer Jantipa ha dicho que llegas borracho y la apaleas para que te alimente a cualquier hora»;»Tú eres hijo de Sofronisco y de la partera, te conocemos, y también sabemos que los arruinaste llevándote veinticinco minas que eran todos sus ahorros»;»Huiste cobardemente en Potidea, en Anfípolis y en Delión. Traidor»;»Has dicho que el sol es piedra y la luna tierra, en lugar de dioses»;»Usas los dioses y reniegas de ellos según te convenga»;Te has atrevido a decir: «obro del modo que veis para cumplir la orden que Dios me ha dado por la voz de los oráculos y por la de los sueños»;»Quién crees que eres?, porque para nosotros no pasas de loco o de farsante»;»Enséñanos alguna novedad porque eso del conócete a ti mismo, nos lo decían ya las abuelitas»;»Aparte de las mixturas que haces con Parménides, Anaxágoras, Arquelao y otros, no tienes algunas buenas para el hígado?»;»Además de sofista, ¿qué otra cosa eres tú?»

El Prefecto, entonces, se las había ingeniado para acallar al populacho y llevar el asunto a votación. El resultado había sido dudoso, ya que doscientos veinte jueces habían votado a su favor contra doscientos ochenta y eso era síntoma de que la fisura podía ampliarse.

Sócrates, tal vez con el afán de acentuar la división, había continuado atacando a un sector del Tribunal proponiendo como pena nada menos que ser alimentado por el Estado.

Había dicho:

«Bien. Por mi parte, ¿qué pena voy a proponeros para mi? ¿Verdad que debo sugerir aquélla que merezco? Pues bien: ¿qué castigo debo sufrir o qué multa pagar por no haber tenido en la vida punto de reposo, por haberme despreocupado de aquello que constituye la preocupación de la mayor parte de los hombres: las ganancias, el gobierno de la casa, el generalato, los discursos ante el pueblo, los cargos públicos, las conjuraciones y las disensiones que en la ciudad vienen teniendo lugar? ¿Por haberme esforzado en convencer a cada uno de vosotros de que no debía de cuidarse de esas cosas antes que de procurar ser mejor y lo más prudente posible?

«¿Qué merezco que me ocurra habiendo sido así? Algún bien, atenienses, al menos si hay que hacer la estimación con arreglo a los merecimientos. Y lo que es más, un bien de tal naturaleza que cuadre a mi persona.

«¿Y qué premio cuadra a un hombre pobre, a un bienhechor de la ciudad, que se ha visto obligado a desatender sus intereses personales para dedicarse a instruíros? No hay cosa más adecuada, atenienses, que mantener a un hombre así en el Pritaneo, con mucha más razón que si alguno de vosotros ha resultado vencedor en Olimpia en las carreras de caballos. Pues ése hace que vosotros creáis ser felices y yo, que lo seáis. Él no tiene necesidad de manutención y yo sí.

«En resumen, pues, si debo estimar de acuerdo con la justicia la pena que merezco, ésa es mi estimación: la manutención en el Pritaneo».

El Prefecto había reconsiderado todos los aspectos del caso y recién ahora entendía que Sócrates había forzado su condena, porque presentando tal opción extrema, no quedaba sino la decisión que se tomó.

No estaba claro, sin embargo, por qué lo había hecho.

Por sus antecedentes, por las calumnias, por el juego de las facciones, por su influencia creciente entre los jóvenes, por esa obstinación suicida de no abandonar sus ideas, él se preguntaba ahora: ¿quién era realmente ese hombre?

Y resonaban en sus oídos aquellas palabras incomprensibles:

«Si adormecidos como estáis me dierais un golpe y me matarais, pasaríais vuestra vida durmiendo. Yo estoy aquí para despertar al hombre. Soy el tábano que aguijonea el espíritu, aquél que quiere haceros abandonar la obscura caverna de las apariencias, para llevaros a la realidad de la luz».

Era preferible no pensar. En poco tiempo olvidaría a Sócrates y, a su vez, él sería estimado durante toda su vida por haber obrado como un funcionario digno.

Respiró profundamente y abandonó la sala pensando en su mujer, que lo esperaba con los brazos abiertos.