Cien años después de Petrarca (1304 – 1374), existió un conocimiento diez veces mayor de los clásicos que a lo largo de todo el período anterior de mil años. Petrarca buscó en los antiguos códices tratando de corregir una memoria deformada y con ello inició una tendencia de reconstrucción del pasado y un nuevo punto de vista del fluir de la historia atascado, a la sazón, por el inmovilismo de la época. Otro de los primeros humanistas, Manetti, en su obra «De Dignitate et Excellentia Hominis» (La dignidad y excelencia de los hombres), reivindicó al ser humano contra el «Contemptu Mundi», el desprecio del mundo, predicado por el monje Lotario (posteriormente Papa, conocido como Inocencio III). A partir de allí, Lorenzo Valla en su «De Voluptate» (El placer), atacó el concepto ético del dolor, vigente en la sociedad de su tiempo. Y así, mientras ocurría el cambio económico y se modificaban las estructuras sociales, los humanistas concientizaban ese proceso generando una cascada de producciones en la que se fue perfilando esa corriente que sobrepasó el ámbito de lo cultural y terminó poniendo en cuestión las estructuras del poder en manos de la Iglesia y el Monarca. Es sabido que muchos temas implantados por los humanistas siguieron adelante y terminaron por inspirar a los enciclopedistas y a los revolucionarios del siglo XVIII. Pero luego de las revoluciones americana y francesa, comenzó esa declinación en la que la actitud humanista (*), quedó sumergida. Ya el idealismo crítico, el idealismo absoluto y el romanticismo, inspiradores a su vez de filosofías políticas absolutistas, dejaron atrás al ser humano como valor central para convertirlo en epifenómeno de otras potencias.