Si hubiera dicho a mis mentores de representación teatral, o de música, que mi interés último era convertir a mi cuerpo en un instrumento altamente perfeccionado de un programa, hubieran pensado que era otra de mis humoradas. Ellos no podrían comprender que también mis bromas apuntaban al mismo objetivo. Por eso cuando perfeccionaba el rol que volcaba en la escena o cuando saltaba en los pentagramas componiendo música, afinaba en realidad cada músculo y hacía consciente cada víscera. Una vez, en la Medea de Eurípides me planté en el escenario y, al final, representando a Jasón dije: “¡Escucha, Zeus, las palabras de esta pantera siniestra! ¡Te pongo por testigo de cómo me prohibe tocar siquiera esos queridos cadáveres!”. ¿Por qué el público aplaudió mi arte con tal vehemencia? Lo diré de una vez: porque supe volcar la glucosa, la insulina, la adrenalina y las hormonas, a la expresión dramática.

De la música extraje la comprensión del ritmo interno de los movimientos. Al principio fue un metrónomo con el que regulaba las tijeras, contratijeras y pasodobles en el caballete. Luego empecé a canturrear algunas melodías mientras lanzaba los justes en anillas. Posteriormente utilicé fragmentos de Orff en las series obligatorias de concurso. Al final, programaba las series libres sintiendo a mi cuerpo ejecutar órdenes dodecafónicas, en donde cada músculo era un instrumento diferente armonizado en sinfonía.

Y me pareció que algo similar buscaban los soviéticos. Siguiéndolos durante días en la cámara lenta del vídeo, reconocí al maquinismo de Prokofiev tras sus movimientos. Ellos aún estaban en la etapa física de utilizar a la música como apoyo objetivo y no penetraban en la función mental que transfería la imagen musical a la acción corporal. En palabras sencillas diría que ellos trabajaban con la percepción mientras yo, día a día, externalizaba la representación. No obstante, aquél equipo fue el adelantado de su época al introducir en la concepción tradicional los movimientos de danza. Su técnica chocó en los concursos con los jueces occidentales pero, con el correr del tiempo, esa escuela fue imponiéndose hasta barrer en los torneos. Por su influencia, y con la llegada de la gimnasia artística femenina, las rumanas terminaron de producir aquel despegue que asombró al mundo.

A los trece años era campeón juvenil en todas las disciplinas y ya estaba entrenando la independencia de las sensaciones visuales. Vendado, pasaba de aparato en aparato mientras medía las distancias con mis sensores internos; entre tanto, la música hacía lo suyo. En esa época aprendí que la carrera para tomar velocidad en el salto al caballete y en cuerpo libre no debía hacerse en puntas de pié como se enseña en gimnasia, sino desde la planta hacia adelante describiendo un círculo imaginario con las piernas, y achicando su diámetro en función de la distancia al punto del salto. Y los saltos mismos debían seguir una secuencia talón-planta-punta produciendo esos desplazamientos largos y suspendidos que se había observado antes en bailarines como Nijinsky y que la crítica de ballet consideró en su época como “vuelos imposibles”. Esos no eran vuelos aún, sino movimientos simples en los que se comprometían desde los abductores, rectos y vastos del muslo, hasta los ligamentos anulares del tarso.

Otro punto importante que perfeccioné fue el referido a la calidad de resistencia, mejorando la capacidad de proveer oxígeno, de eliminar anhídrido carbónico y ácido láctico, y de aumentar el rendimiento de varios órganos exigidos como pulmones, corazón, hígado y riñones. Sobre la base del principio de duración y de intervalo, trabajé la resistencia general anaeróbica, como la entendía Hegedüs, y que otorgaba resistencia en deuda de oxígeno útil para los esfuerzos súbitos y la velocidad; distinta a la resistencia localizada en un grupo de músculos. Pero luego de observar comportamientos, que estudié en distintos deportistas, me convencí que la falta de oxigenación cerebral producida por entrenamientos mal dirigidos, los llevaba a la disminución de algunas funciones. Por eso me concentré en la respiración que adiestré para que jamás estuviera retenida sino que, inspirando por la nariz y expirando entre los dientes, siempre funcionara como un péndulo que acompañara a mis movimientos. Tampoco dejé que el corazón pasara de lo que llamé “umbral de ruptura aeróbica” y que clavé en las 180 pulsaciones por minuto.