Panfleto: (del inglés pamphlet. Contracción de Pamphilet, nombre de una comedia satírica de versos latinos, del siglo XII, llamada Pamphilus, seu de Amore). Opúsculo de carácter agresivo destinado a difundir, sin fundamento serio, toda clase de críticas.
Tango: (probablemente voz onomatopéyica). Baile argentino de pareja enlazada, forma musical binaria y compás de dos por cuatro. Difundido internacionalmente, fue utilizado por Hindemith y Milhaud. Stravinski lo introdujo en un movimiento de su “Histoire du soldat” en 1918.
Andrés vivía mirándose el ombligo y, en sus ratos libres, contemplaba el mundo exterior a través del ojo de una cerradura. Lo conocí en 1990 en un lugar de América del Sur llamado “Argentina”. El era pues un “argentino”, un hombre de plata, y le ocurría que al no tener dinero se sentía frustrado con la designación colectiva que llevaba a cuestas. Recuerdo que nos presentaron en un restaurante con motivo de unas clases que yo estaba por dar en torno a temas de mi especialidad, es decir, en torno a gastronomía computacional. En aquella ocasión el tópico a desarrollar sería “Cómo preparar una buena ensalada sin usar aceite y sin tomar el rábano por las hojas”.
Andrés era afecto a la buena mesa pero al creer que únicamente en su país se comía carne como es debido, no pudo aceptar mis enseñanzas respecto a las múltiples preparaciones que esta admitía. Esa cortedad impidió que se convirtiera en un excelente ayudante de cocina. Así, angustiado por la elección entre dos opciones que le quedaban, terminó por malograr su estómago y avinagrar su vida.
Según Andrés, su “patria” (como le gustaba decir), vivía una tragedia extraordinaria que a mí me pareció un sarampión infantil en una etapa de la vida de los pueblos en la que no se debe comer porquerías y en la que el asunto dietético debe atenderse rigurosamente. Gracias a esos cuidados los pueblos del Medio Oriente pudieron evitar la triquinosis del cerdo, los nórdicos impusieron su blonda cerveza a los bebedores de vino tinto y, más adelante, el rubio té a los siniestros consumidores de café negro colombiano o brasileño.
¡Atención a lo que se come y a lo que se bebe! Cómo comparar la espiritualidad del té de Ceylán (según lo han demostrado teósofos destacados como Bessant y Olcott), con ese café cuyo mercado no está en manos de victorianos y naturistas; cómo comparar la margarina a la mantequilla y al aceite, productores de colesterol; cómo comparar el sobrio lemon pie a esos jamones, quesos y embutidos de los pueblos latinos. Eso es lo mismo que igualar la elegancia de los cuadros de la abuelita Moses a los excesos de un Goya, de un Gauguin o de un Picasso… Por eso los alemanes tienen tantos problemas, porque no se deciden de una vez por el vino o la cerveza, por Hegel o Alvin Toffler, por Goethe o Agatha Christie, por Bach o Cole Porter. La Historia demuestra que si los emperadores romanos hubieran sido más cuidadosos no hubieran sufrido aquella catástrofe motivada por beber tintorro en copas antihigiénicas. Sin embargo, no estamos de acuerdo con la interpretación que atribuye al plomo de esos recipientes el saturnismo y las numerosas enfermedades que los volvieron incapaces para el mando. Pues no, la gastronomía computada demuestra que fue el llenarse la barriga con vino y miel lo que los hizo caer… ¡y bien merecido lo tuvieron! De otro modo, el mundo todavía se mantendría en el oscurantismo y no se mediría en galones, pulgadas, pies, yardas, millas y fahrenheits; no se hubieran desarrollado las hermosas líneas de los Rolls Royce ni el sombrero hongo; nadie manejaría por la izquierda y no se usarían las gafitas Lennon; pocos pronunciarían la sugestiva palabra “shadow”; el sombrero y la montura mejicana no hubieran pasado a los tejanos; el zapateo americano se mantendría en los pies de los andaluces y nadie señalaría con el índice a su público en los bailes de cabaret y en la televisión. En esa situación primitiva ¿quién podría entonar “Cantando bajo la lluvia”, quién mascaría chiclet preparando las enzimas bucales y mejorando el flujo de ptialina para engullir adecuadamente?
Así pues había que estar en alerta con los temas dietéticos, pero mi aprendiz no lo entendió a pesar del esfuerzo pedagógico que hice. El seguía obsesionado con los problemas de su pequeño mundo, mirando todo por el agujero de un fideo. Me explicó que en otras décadas su país había sido extraordinario (uso la palabra “extraordinario” porque Andrés, al pronunciarla, elevaba al cielo sus húmedos ojos vacunos y, pestañeando lentamente, se sumía en el recuerdo tanguero). En rigor, existía una interpretación muy simple de esa pequeña crisis pero no se atrevía a formularla porque en lugar de aspirar al hogar común de un pueblo, ambicionaba una potencia que hiciera sentir su fuerza. No podía admitir que en plena época de caída de las burocracias y ascenso de la mundialización, se borraran las fronteras nacionales y reventara el modelo estatal del siglo XVIII. El, sin saberlo, era un nacionalista de izquierda; una rara avis in terris (de acuerdo a la hipérbole de Juvenal), que nace en los lugares en que el factor emotivo se mezcla con la dieta alimenticia. Desde luego, en todas partes sentimientos y papilas gustativas van juntos, pero la mesa internacional agrega una dosis de ilusión que calma la ansiedad de los comensales. Pobre muchacho… ¡y qué buen ayudante de cocina hubiera sido! Desafortunadamente, no logró inspirar su cabeza en la gastronomía como en su momento lo hicieran grandes hombres. Seguramente si el eminente Lenin no hubiera estado atento a las delicatessen suizas, tampoco contaríamos hoy con su exquisita definición de la moral como “¡una salsa fetichista para una comida útil!”. Esta maravillosa expresión gástrica sublimada, me ha llevado a diseñar un programa de repostería que en sagrado homenaje patentaré como “Vladimir”, aún cuando las olas de los acontecimientos mundiales sean desfavorables a ese tributo. ¡Noblesse oblige!
Pero sigamos con nuestro tema. Como todos los químicos del lugar Andrés tenía que elegir entre dos opciones: o marchaba hacia cualquier centro extranjero de estudios avanzados, o se empleaba de taxista en Buenos Aires. Muchos de sus compañeros habían seguido la primera rama de un diagrama de flujo que terminaba en algún país con buenos laboratorios, un equipo internacional, tecnología abundante y ese estándar de vida que permitía disponer de algún esparcimiento sin sobresaltos. El diagrama mencionado llevaba a subrutinas que detenían la secuencia en un stop desde el que se podía teclear go to 1 regresando a la Argentina, o bien tomaba otra vía y llegaba a un break a partir del cual era posible escribir end of program acompañado por una mujer insulsa, algún niño, y vecinos amables que exhibían el último par de zapatos adquirido a buen precio. La segunda rama, de taxista, se desarrollaba entre conflictos en el contexto de un país que aparentemente desaparecía día a día. Esa parte del esquema terminaba en un end como jubilado del gremio del transporte ciudadano.
Su país había producido varios premios Nobel en Fisiología, Química y Medicina, resultando curioso comprobar las veleidades aristocratizantes de esos científicos que despreciando un oficio digno de taxista elegían la primera rama del diagrama de flujo. En otros campos de la cultura el lugar había liderado distintas expresiones pero también muchos de sus exponentes habían optado por la primera rama. Esos avanzados de la dietética terminaron por abandonar sus hábitos de arrojar pedazos de carne sin sazonar a la parrilla y ya comían en mesas con mantel y cubiertos adecuados. El arte de la convivencia había comenzado a desarrollarse en ellos mientras asimilaban su rol de juglares en los ágapes elegantes. Domados por la vida habían aprendido a disimular sus pensamientos, como corresponde a la gente civilizada, despojándose de la insolencia de sus coterráneos que tanta urticancia provocaban en todas partes. Un fenómeno parecido ocurría con los deportistas que, aunque primeros en el mundo en múltiples actividades, habían sido comprados individualmente por centros opulentos y luego desmembrados como equipo. Las películas yanquis ponían de moda aires escritos por sus músicos y la Unión Soviética exhibía como producto internacional a algunos de sus ideólogos y militantes.
Sorpresivamente la Argentina se había transformado en bananera y se la conocía por su analfabetismo, decadencia y un largo etcétera. Era curioso ver cómo se la ubicaba por óperas rock como Evita, por una refriega lumpen con Inglaterra cerca del polo sur, y por sus juntas militares sangrientas. En todo caso, había que cuidarse de esos irresponsables lugareños porque a fuerza de cazar moscas con aerosol estaban ampliando el agujero de ozono sobre sus propias cabezas, al tiempo que contaminaban la Antártida con latas de sardinas, botellas de vino y preservativos. Para completar el cuadro de esos sujetos extraños que casi superaban en corrupción a los japoneses, norteamericanos, griegos, e italianos, sus máximas autoridades usaban largas patillas de mandril y no se vestían de acuerdo a los cánones establecidos. Algunos de sus líderes deportivos se habían convertido de la noche a la mañana en delincuentes, asombrando a la comunidad internacional que, según se entendía, no registraba en sus atletas un solo caso de dópping o de irregularidad a lo largo de sus anales históricos. ¡Por algo se los abucheaba en campeonatos mundiales, ya fuera en México o Italia! Bien se sabe que las hinchadas deportivas son de juicio amplio e internacionalista, probándose lo justificada que estaba la reacción de aquellos públicos selectos.
Pero desde el punto de vista del comportamiento psicosocial de aquellos 30 millones de ciudadanos la cosa era mejor todavía. Bastaba que alguien sobresaliera para que se presumiera la comisión de algún delito, y si un desprevenido ayudaba a otro en desgracia, pasaba a formar parte de la galería de sospechosos.
Allí se sabía cómo ver la realidad, por eso si en la noche alguien decía “es de noche”, o durante el día afirmaba “es de día”, se abrían violentamente las ventanas de las casas y los departamentos, se activaban los altoparlantes y desde los megáfonos policiales brotaba un coro de ángeles que repetía “¿qué hay detrás, qué hay detrás?”, porque el “detrasismo” certificaba la astucia de los cantores. ¡Cómo hubiera sabido apreciar Torricelli ese enorme tubo de vacío, ya que allí un objeto de plomo y una pluma; un genio y un imbécil, llegaban al fondo con idéntica velocidad!
En Buenos Aires, capital del Psicoanálisis, los ciudadanos comenzaban a recuperar su antigua vivacidad. Para no ser menos, Andrés fue a visitar a un médico de turno. El buen doctor lo tendió en un diván y tomó nota de las dudas existenciales de su paciente, aconsejándolo del modo en que un padre orienta a su hijo. Andrés, entonces, decidió escoger la segunda rama del diagrama de flujo… Al salir del consultorio estaba oscureciendo. Decidió entrar en un bar. Pidió café y lo miraron con desconfianza, pero él rectificó solicitando un “té”. Entonces le acercaron una taza con agua hirviendo en su interior, en la que navegaba una bolsita amarillenta. Sorbió la infusión con una dejadez de siglos y sin saber de dónde podía salir la música de un tango, escuchó con la felicidad que sólo había experimentado en su primer amorío quinceañero:
“… Que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente no hay quien lo niegue. Vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo, todos manoseaos… Dale nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo’ a encontrar…”
Llegué justo a tiempo para escuchar esa música lacrimógena y considerar su filosofía implícita según la cual el siglo veinte es peor que cualquier otro siglo, incluidos Cro Magnones, Javaensis y Neanderthalensis. Y, en cuanto al lodo, cualquier medieval podría ilustrarnos convenientemente. Pero en todo esto hubo algo que me tocó profundamente. El tema repostero del merengue me hizo recordar a la gran cantante australiana Melba. Ella en una recepción cayó sobre una mesa finamente servida y en su caída arrastró melocotones, plátanos, cerezas, y crema de leche helada. Saliendo del paso, recogió los restos del estropicio y los sirvió mezclados en un mismo recipiente, derivando de ese golpe de ingenio la famosa copa Melba. También evoqué a un incomprendido comandante inglés que, aunque deficiente en las acciones bélicas, tuvo el genio de superponer cosas entre dos trozos de pan. ¡Loado sea por siempre, el gastronómico almirante Sandwich! Por último, el asunto del horno en el que al final todos nos habremos de encontrar me ayudó a comprender qué lejos estamos aún de asimilar esa situación de convergencia humana. En efecto, tenía a la vista el ejemplo de un químico reaccionario que, despreciando la aplicación de las cocinas de microondas, decidió ser taxista.
Sólo tuve oportunidad de conocer la capital en que vivía Andrés pero imagino que en las provincias las cosas son un poco diferentes porque allí bailan el tango entre los cactus, vestidos de gauchos a lo Rodolfo Valentino, mientras las señoritas gritan “¡olé!, ¡olé!”. Todos toman mate, que no es sino una calabaza penetrada por un tubo desde el que se succiona jugo de piña con hielo, dado el calor tropical de la zona de Tierra del Fuego, como su nombre lo indica. Y, si me equivoco, la cosa no es tan grave ya que un tal Reagan coloca a Río de Janeiro en Bolivia y algunos “nordacas” europeos no ubican bien a los “sudacas”, ignorando que en el mapa hay otros “nordacas” por encima de ellos. Aparte de confundir emplazamientos, los afectos a esas palabrotas padecen de amnesia y de escasa sensibilidad para los tiempos futuros. De manera que mis yerros seguramente son insignificantes al lado de los que vemos y escuchamos diariamente. Es claro que hay errores maliciosos propalados desde las dirigencias del primer mundo a fin de que, por contraste, se aprecien sus éxitos. Consecuentemente, en los sectores menos esclarecidos de su población surgen invocaciones de este tipo: “Gracias te damos por esta Administración y por evitar que caigamos en la situación de esos pobres sudacas que cada día nos muestra la T. V. ¡Aleluya, Aleluya!”. El negocio es bueno para ese gobierno, para la Prensa catástrofe y para el ciudadano que compensa con la bondad de su oración, humillaciones escondidas en los pliegues de su almita post industrial. Pero esos descuidos calculados deben ser corregidos porque un Occidente civilizado, incluido Japón, debe autolimitarse en la manipulación de imágenes… no es el caso de que algo falle y tengamos que salir con la escudilla pidiendo ayuda a los salvajes.
Quise despedirme del taxista con la lejanía del caso pero él transgrediendo la distancia de la privacidad se me vino encima y, tomando mis mejillas entre sus índices y pulgares, comenzó a zamarrearme. Sin soltarme y forzando una voz aguardentosa, se puso a decir: “Gorrrdo, vos sí que sos un piola. Con el curro del morfi estás lleno de minas y de guita. En cambio yo de tachero; ¡pura mishiadura de feca, pan y cateman! ¡Araca la cana, chanta, y no te olvidés de mandar fruta, no te olvidés!”… Poco entendí de su argot, pero creo que expresaba sus respetos por mi profesión. Luego me abrazó y no sé por qué tuvo que morderme una hombrera aunque pienso que era en alusión a cierta frase con la que se refería a mi, y cuyo sentido desconozco, algo así como “¡Andá a cantarle a Gardel, gordo morfaalmohadas!”. Ese no era el Andrés cotidiano, más bien taciturno y estudioso; ese era el doctor Jekyll que al verme se transformaba en Mister Hyde y se lanzaba a escandalizarme con sus exabruptos. Mostraba su amistad a fuerza de agresiones; invertía las palabras y ponía el mundo al revés con tal de no dar el brazo a torcer, enfrentando las formas culturales que yo representaba. En el fondo me pareció un esteta que tomaba el surrealismo de Buñuel y el grotesco de Fellini, para mezclarlos en la jerga del lunfardo. Pero todo concluyó cuando el irreductible patán se alejó gritándome palabras soeces acompañadas con gestos que harían sonrojar al más grosero tabernero de Liverpool… ¡Qué momentos, qué momentos tuve que pasar! Inmediatamente partí en dirección al aeropuerto.
Mientras volaba sobre las pampas revisé todas las reflexiones de los días anteriores, tratando de comprender por qué Andrés y sus coterráneos siempre me miraron con suspicacia. Entendí que esos tipos, (inventores del sistema de huellas dactilares para la identificación de cada persona), mantenían intacta su mentalidad policíaca sabiendo muy bien qué había pensado yo de ellos en las distintas ocasiones. Concluí que si levantaran cabeza nuevamente, cosa que comencé a temer, prohibirían en su territorio cada una de mis recetas aduciendo cualquier pretexto sanitario. Luego me tranquilicé al considerar los compromisos pendientes con gente del mundo desarrollado que sí estaba capacitada para aceptar mi estilo de gourmet. Entonces recordé con satisfacción las fórmulas del maestro Brillat-Savarin, mejoradas ahora por mi gastronomía computacional.
Gesticulé apenas, y en poco tiempo las azafatas me presentaron un carrito que desbordaba en primores culinarios. Así, volando entre nubes rosadas me dispuse a una equilibrada ingesta. Pero una extraña inquietud, algo parecido a Mister Hyde avanzando en la lluviosa atmósfera de un tango, se fue abriendo paso en mi interior. Dudé un momento y, al final, pedí a mis odaliscas una botella de vino tinto. Luego sentí las copas que una y otra vez, llegando hasta mis labios, desenrollaban los pergaminos del viejo Omar Jaiam:
“La vida pasa. ¿Qué fue de Balj? ¿Qué de Bagdad?
Si la copa rebosa, apurémosla con su amargura
o su dulzura. ¡Bebe! Más allá de nuestra muerte
la Luna seguirá su curso, largamente fijado.
Un vaso de vino tinto y un haz de poemas,
una subsistencia desnuda, media hogaza, nada más.”
“Dicen que el Edén está enjoyado de huríes:
respondo que el néctar de la uva no tiene precio.
Desdeña tan remota promesa y toma el presente,
aunque lejanos redobles resulten más seductores.”