Mendoza, 17 de noviembre de 1957
Amigo:
Me parece bello tu lenguaje, el de tu libro.
Cuando me anunciaste el título de tu escrito pensé que escribirías algo así como una meditación sobre el imbécil, sobre el hombre común que nuestra sensibilidad al darse contra él lo constituye en el imbécil (palabra, por lo demás, de magnífica sonoridad). Este sentimiento nuestro de la imbecilidad de esa gente está justificado. Me basta pensar para ilustrarlo como va a ser recibido tu libro por «el hombre de espaldas estrechas y gafas»: lo harán una «pieza literaria». Porque este hombrecillo genérico pero real que es el crítico tiene los ojos cerrados al mundo. Ha obturado las mágicas salidas mediante las cuales el hombre llega a las cosas y se enamora de ellas. Y esto, porque es incapaz de hacer salvedades, o sea, de hacer diminutas salvaciones, salvaciones de cosas pequeñas. El piensa en gruesas palabras, hace jugar lentamente chirriosos conceptos, la realidad mucho más fina que sus viejos esquemas se fuga velozmente de sus manos. Lo creo incapaz de jugar. Quiero decir, de aventurarse a pensar ante lo nuevo, que esto que por primera vez se me presenta, no es como siempre han sido las cosas. Que ese carácter de novedad, que también las cosas viejas tienen cuando las descubrimos, puede enriquecernos con valores nuevos, o con cosas que aunque viejas juegan de diversa manera, de manera joven. Pero en ese sentido todo es joven y nuevo para el hombre. Todo se le presenta por primera vez y a cada rato tiene oportunidad de quedar maravillado. Es una tarea de índole filosófica, por ejemplo, los filósofos más antiguos no son tan nuevos como los contemporáneos. Lo viejo queda reducido a un orden meramente cronológico.
No se trata de snobismo pero sí de una cosa muy distinta: de poder maravillarse. Y es esto lo que ha perdido el de gafas y estrechas espaldas y muchos otros que con él hacen suya la pobreza de La Bruyere: «Tout est dit, et l’on vient trop tard depuis sept mille ans qu’il y a des hommes, et qui pensent». Todo está hecho después de tantos años de hombres que piensan y nada queda por hacer y las obras del hombre y el hombre mismo son piezas de museo que llenan las frías galerías del grande y poco práctico edificio de la historia. En este punto pienso que hay que remediar la sensibilidad de estos obturados, de estas mónadas «sin puertas ni ventanas». Que ya no es posible aquel «noble orgullo -¿recuerdas?- canaleta abierta al desprecio». Y pienso que tu libro es un excelente puntapié.
Rodolfo Santander