Irene demasiado joven está acostada. Las ventanas posiblemente abiertas.

Ve en un salón muy amplio jinetes ubicados sobre un pedestal; alrededor multitudes en actitud de espera.

Címbalos y tubos ensordecedores suenan en un instante mientras se derraman desde lo alto rayos flamígeros coronando la cabeza del primer hombre. Aparece otra persona delante del conjunto y su cuerpo de mármol se volatiliza. Mientras, un caballo muere.

Ella a lo lejos está extendida y doblada sobre el hombro izquierdo de alguien.

El clima muy seco, los ojos palidecen, todo gira en torno a una danza elemental en la que ella misma traslado con los pies: triángulos, círculos y cuadrados muy rojos.

Una inmensa escalera de bordes purpúreos se pierde en el azul sin límites.

Despega los párpados con remordimiento en el estómago. La luz del día muestra una ventana entreabierta, casi blanda.

Por ahí entran los relinchos lejanos que avivaron las imágenes del sueño.

Las pupilas descansando no distinguen paredes.

Sin recordar, la mujer por momentos intuye otra realidad.

Aquella conformidad habitual y estúpida está a punto de esfumarse frente a nuevas necesidades… pero todo desaparece en un instante.

Siente sed, hambre, calor.