La moral al reclamar el triunfo de la libertad sobre la facticidad, reclama también que se la suprima.

Quien no es enemigo del tirano lo es del oprimido.

El tirano se afirma en si mismo, como trascendencia, considerando a los otros como puras inmanencias.

Toma de la ambigüedad humana en cada caso un solo aspecto.

El fascismo y el marxismo usan el mismo principio: la libertad del individuo solo se logrará con su sobrepasamiento.

Los tiranos deciden: el hombre valeroso muere porque ha consentido; el que rehusa la muerte merece morir.

Si se enseña a los hombres el consentimiento de su sacrificio en favor de la Causa, estos son abolidos como tales.

Los tiranos justifican por medio de la causa el sacrificio de una generación a la venidera.

Si el individuo no es nada, la sociedad será cualquier cosa. Sólo el sujeto puede justificar su propia existencia, ningún objeto extraño podría aportarle la salvación.

Toda concepción colectivista relega la subjetividad a la causa.

A pesar de la rigidez de la tiranía la oposición demuestra que el error es posible en el mundo y que el tirano también puede equivocarse. Lo que distingue a la guerra y a la política de cualquier otra técnica, es que el material empleado es humano.

Ninguna transformación futura podrá conciliar la ambigüedad que yace en todo hombre. La libertad no será dada sino siempre conquistada.

El hombre y la historia son «totalidades destotalizadas», es decir, que la separación no excluye la relación e inversamente.

Puede haber acción común con ciertas políticas, pero la diferencia debe ser moral en primer término.

El fin no justifica los medios, mas que cuando aquel se halla presente, si es totalmente develado en el transcurso de la actual empresa.

Es forzoso afirmar la existencia del presente si no se quiere que toda la vida se defina como una fuga hacia la nada.

En la medida en que no participamos del tiempo que fluirá mas allá del acontecimiento que esperamos, no debemos esperar nada de este tiempo para el cual hemos trabajado; otros hombres vivirán en él sus alegrías y sus penas. Las tareas deben encontrar su fin en si mismas y no en un fin mítico de la historia.

No debe confundirse la ambigüedad con la absurdidad.

Declarar absurda la existencia es negar que puede darse un sentido; decir que es ambigua es proponer que el sentido no está fijado, que debe conquistarse incesantemente. La absurdidad recusa toda moral; pero también la racionalización conclusa de lo real no deja sitio a la moral.

En el momento del rechazo (a un régimen por ejemplo) la antinomia de la acción se borra, el medio y el fin se reconcilian.

Pero la antinomia reaparece a partir del momento en que la libertad se da de nuevo con fines que se hallan lejos en el futuro.

No hay que negar el escándalo de la ambigüedad ni de la violencia, su conciliación en la negación es falsa.

La violencia solo se justifica cuando abre posibilidades concretas a esa libertad que pretende rescatar.

El valor de un acto no está en su conformidad con un modelo exterior, sino con su verdad interior.

¿Diré la verdad para liberar a la víctima? Será necesario primero haber creado una situación tal que la verdad sea soportable y que el individuo engañado encuentre en torno suyo razones que lo ayuden a esperar.

El hombre es hombre a través de situaciones cuya singularidad es, precisamente, un hecho universal.

Recusamos toda condena, como también toda justificación a priori de violencias ejercidas con miras a un fin válido.

La muerte de un hombre presente es inconmensurable respecto a la vida de un hombre por venir.

La rebeldía debe tender a la liberación final y aunque esta no se vislumbre, debe seguir actuando para impedir toda falsa reconciliación.

El método consiste en confrontar en cada caso los valores realizados y los valores entrevistos, el sentido del acto con su contenido.

Una acción que desea servir al hombre debe procurar no olvidarlo en el camino; si escoge realizarse ciegamente, perderá su sentido o revestirá un significado imprevisto, ya que la meta no se encuentra fijada de una vez por todas, sino que se define a lo largo del camino.

Es el propio triunfo lo que un individuo o un partido toman por fin cuando eligen triunfar a cualquier precio.

La moral debe volverse efectiva a fin de que devenga difícil aquello que era facilidad.

Debe impedirse que la tiranía y el crimen se instalen triunfantes en el mundo; la conquista de la libertad es su única justificación y por tanto oponiéndose a aquellos, debe mantenerse de una manera viva la afirmación de la libertad.

El individuo justifica su existencia por un movimiento que como la moral brota de su corazón y termina fuera de él.

Tanto en la construcción como en el rechazo de una situación, se trata de reconquistar la libertad sobre la facticidad contingente de la existencia, es decir, de retomar como querido por el hombre lo dado, que, al principio, está allí sin razón. Tal conquista no se cumple jamás; la contingencia permanece y aún, para afirmar su voluntad el hombre está obligado a hacer surgir en el mundo el escándalo de lo que no desea. Más esta porción de fracaso es condición propia de la vida. No se podría soñar su abolición sin soñar al punto la muerte.

Esto no significa que debe consentirse el fracaso, sino que debe consentirse el luchar contra el sin descanso.