Moscú
18 de Junio de 1992
Academia de Ciencias.
Agradezco a la Academia de Ciencias de Moscú, agradezco al Club de Intenciones Humanistas, agradezco a los representantes del campo de la cultura aquí presentes, agradezco a los editores de mis escritos, agradezco al cuerpo de traductores y a los numerosos amigos que me han invitado a disertar hoy aquí. Agradezco la asistencia de los medios informativos y, desde luego, agradezco la presencia de todos vosotros.
Seguramente sabréis perdonar algunas dificultades debidas al hecho mismo de la traducción y comprenderéis que al estar obligados a reducir el tiempo de exposición por el inconveniente mencionado, tendremos que comprimir más de una idea.
Nuestro tema de hoy, «La crisis de la civilización y el Humanismo» exige que consideremos el concepto de «civilización» como paso previo a todo el desarrollo. Mucho se ha escrito y discutido en torno a la palabra «civilización». Ya en los comienzos de la Filosofía de la Historia se empieza a entender a las distintas civilizaciones como suertes de entidades históricas que tienen su proceso, su evolución y su destino. Esta entidad, la civilización, aparece como un ámbito, como una región de comportamientos humanos que permite identificar a los pueblos con cierto modo de producción, ciertas relaciones sociales, cierta juridicidad y cierta escala de valores. En general, no se identifica la idea de «pueblo» o «nación» con la de civilización sino que se incluye a numerosos pueblos y naciones, más allá de sus fronteras respectivas, dentro del ámbito común mencionado. Tradicionalmente se ha relacionado a las civilizaciones con suertes de «espacios culturales» radicados dentro de límites geográficos y se les ha atribuido la capacidad de irradiar y recibir influencias de otras más o menos contiguas.
Cuando se habla de la civilización egipcia, o griega, se está haciendo alusión a esos ámbitos de comportamientos humanos ya mencionados y no se está pensando que un artificio más o menos centralizador como el Estado sea el factor decisivo en la articulación de dichos ámbitos. Que los macedonios o los espartanos participaran de la cultura helénica sin formar parte de una liga de ciudades-estados o que, inclusive, lucharan entre sí, muestra que no es el Estado lo sustancial en su definición. De todas maneras, la radicación en cierto espacio ha permitido hablar de la civilización «mesopotámica», de la civilización de «El Nilo», de las civilizaciones «isleñas», y así siguiendo. Este tipo de clasificación, desde luego, lleva implícita una concepción según la cual toda civilización está determinada por razones geográficas, del mismo modo que cuando se habla de las civilizaciones del «vino, la leche y la miel», o las civilizaciones del «maíz», se hace alusión a los recursos alimenticios, y cuando se menciona a la civilización «neolítica», se denotan los estadios culturales dados por la producción instrumental y técnica.
Pero más importante que el esfuerzo clasificador ha sido el trabajo emprendido desde Vico en adelante para tratar de comprender cuáles son los pasos temporales, cómo es el devenir de una civilización y cuál es su destino. Desde ese corsi e ricorsi de los acontecimientos humanos que el genial napolitano trata de aprehender (apoyándose en una idea general sobre la forma del desarrollo histórico, en un conjunto de axiomas y en un método filológico), hasta la historiología de Toynbee (que se fundamenta en una concepción de reto-respuesta, ya anticipada por Pavlov en sus estudios fisiológicos), ha corrido mucha tinta y se ha tratado de hacer ciencia con ideas más o menos difusas. Naturalmente, tales esfuerzos han sido premiados con mayor o menor éxito. Comte mencionaba una ley que la civilización cumplía al partir de una etapa heroica y teológica, al avanzar hacia un estadio metafísico y al adentrarse, finalmente, en un momento positivo de racionalidad, abundancia y justicia. Hegel nos habló de las civilizaciones como manifestaciones de los pasos dialécticos del Espíritu Absoluto en su desarrollo y Spengler nos presentó a las civilizaciones como protoformas biográficas, como entidades que biológicamente seguían etapas de nacimiento, juventud, madurez y muerte.
Se han realizado grandes trabajos para entender el funcionamiento y destino de las civilizaciones, pero muchos de los investigadores y filósofos que acometieron esas tareas no han profundizado suficientemente en el hecho primario de reconocer que sus preguntas y respuestas surgieron desde el paisaje cultural, desde el momento histórico en que vivieron. Y si hoy se quisiera encontrar una nueva respuesta al tema de la civilización ya no se podría eludir la dificultad (o facilidad) del paisaje cultural en que nos hemos formado y del momento histórico en el que nos toca vivir. Hoy deberíamos preguntarnos por las condiciones de nuestra propia vida si es que queremos comprender ese devenir y con esto humanizaríamos el proceso histórico sobre el que reflexionáramos. No lo haríamos por interpretar externamente a los hechos producidos por el ser humano, como se hace en un libro de historia, sino por comprender desde la estructura histórica y dotadora de sentido de la vida humana lo que ocurre en la situación en que vivimos. Este enfoque nos lleva a advertir las limitaciones que padecemos para formular ciertas preguntas y para dar ciertas respuestas porque el momento mismo en que vivimos nos impide romper el límite de nuestras creencias y supuestos culturales y es, precisamente, la ruptura de nuestras creencias, la aparición de hechos que considerábamos imposibles, aquello que nos permitirá avanzar en un nuevo momento de la civilización.
Como todos comprenden, estamos hablando de la situación vital de crisis en la que estamos sumergidos y, consecuentemente, del momento de ruptura de creencias y supuestos culturales en los que fuimos formados. Para caracterizar la crisis desde ese punto de vista, podemos atender a cuatro fenómenos que nos impactan directamente, a saber: 1. Hay un cambio veloz en el mundo, motorizado por la revolución tecnológica, que está chocando con las estructuras establecidas y con los hábitos de vida de las sociedades y los individuos; 2. Ese desfase entre la aceleración tecnológica y la lentitud de adaptación social al cambio está generando crisis progresivas en todos los campos y no hay por qué suponer que va a detenerse sino, inversamente, tenderá a incrementarse; 3. Lo inesperado de los acontecimientos impide prever qué dirección tomarán los hechos, las personas que nos rodean y, en definitiva, nuestra propia vida. En realidad no es el cambio mismo lo que nos preocupa sino la imprevisión emergente de tal cambio; y 4. Muchas de las cosas que pensábamos y creíamos ya no nos sirven, pero tampoco están a la vista soluciones que provengan de una sociedad, unas instituciones y unos individuos que padecen el mismo mal. Por una parte necesitamos referencias, pero por otra las referencias tradicionales nos resultan asfixiantes y obsoletas.
A mi ver es aquí, en esta zona del planeta más que en cualquier otra, donde se está produciendo la aceleración más formidable de las condiciones del cambio histórico; aceleración confusa y dolorosa en la que se está gestando un nuevo momento de la civilización. Hoy aquí nadie sabe qué pasará mañana, pero en otras partes del mundo se supone, ingenuamente, que la civilización va en una dirección de crecimiento previsible y dentro de un modelo económico y social ya establecido. Desde luego que esta forma de ver las cosas se acerca más a un estado de ánimo, a una manifestación de deseos que a una posición justificada por los hechos, porque a poco que se examine lo que está ocurriendo se llega a la conclusión de que el mundo, globalmente considerado y no esquizofrénicamente dividido entre Este y Oeste, está marchando hacia una inestabilidad creciente. Tener la mirada puesta exclusivamente en un tipo de Estado, un tipo de administración o un tipo de economía para interpretar el devenir de los acontecimientos muestra cortedad intelectual y delata la base de creencias que hemos incorporado en nuestra formación cultural. Por una parte, advertimos que el paisaje social e histórico en que estamos viviendo ha cambiado violentamente respecto al paisaje en que vivíamos hace muy pocos años y, por otra parte, los instrumentos de análisis que utilizamos todavía para interpretar estas situaciones nuevas, pertenecen al viejo paisaje. Pero las dificultades son mayores aún porque también contamos con una sensibilidad que se formó en otra época y esta sensibilidad no cambia al ritmo de los acontecimientos. Seguramente por esto, en todas partes del mundo, se está produciendo un alejamiento entre quienes detentan el poder económico, político, artístico, etc., y las nuevas generaciones que sienten de un modo distinto a la función con que deben cumplir las instituciones y los líderes.
Creo que es el momento de decir algo que resultará escandaloso a la sensibilidad antigua, a saber: a las nuevas generaciones no les interesa como tema central el modelo económico o social que discuten todos los días los formadores de opinión, sino que esperan que las instituciones y los líderes no sean una carga más que se agregue a este mundo complicado. Por un lado esperan una nueva alternativa porque los modelos existentes les parecen agotados y, por otra parte, no están dispuestas a seguir planteamientos y liderazgos que no coincidan con su sensibilidad. Esto, para muchos, es considerado como una irresponsabilidad de los más jóvenes, pero yo no estoy hablando de responsabilidades sino de un tipo de sensibilidad que debe ser tenido seriamente en cuenta. Y éste no es un problema que se solucione con sondeos de opinión o con encuestas para saber de qué nueva manera se puede manipular a la sociedad; éste es un problema de apreciación global sobre el significado del ser humano concreto que hasta ahora ha sido convocado en teoría y traicionado en la práctica.
A lo comentado anteriormente se responderá que, en esta crisis, los pueblos quieren soluciones concretas, pero afirmo que una cosa es una solución concreta y otra cosa muy diferente es prometer soluciones concretas. Lo concreto es que ya no se cree en las promesas y esto es mucho más importante, como realidad psicosocial, que el hecho de presentar soluciones que la gente intuye no serán cumplidas en la práctica. La crisis de credibilidad es también peligrosa porque nos arroja indefensos en brazos de la demagogia y del carisma inmediatista de cualquier líder de ocasión que exalte sentimientos profundos. Pero esto, aunque yo lo repita muchas veces, es difícil de admitir porque cuenta con el impedimento puesto por nuestro paisaje de formación en el que todavía se confunde a los hechos con las palabras que mencionan a los hechos.
Aquí estamos llegando a un punto en el que salta a la vista la necesidad de preguntarse de una vez por todas si es adecuada la mirada que hemos estado usando para entender estos problemas. Lo que comento no es algo tan extraño porque desde hace unos años los científicos de otros campos dejaron de creer que observaban la realidad misma y se preocuparon por entender cómo interfería su propia observación en el fenómeno estudiado. Esto, dicho con nuestras propias palabras, significa que el observador introduce elementos de su propio paisaje que no existen en el fenómeno estudiado y que incluso la mirada que se lanza hacia un campo de estudio ya está dirigida a cierta región de ese ámbito y podría ocurrir que estuviéramos atendiendo a cuestiones que no son importantes. Este asunto se hace mucho más grave a la hora de justificar posturas políticas diciendo siempre que todo se hace teniendo en cuenta al ser humano cuando resulta que esto es falso porque no se parte de tenerlo en cuenta a él sino a otros factores que colocan a las personas en situación accesoria.
De ninguna manera se piensa que únicamente comprendiendo la estructura de la vida humana se puede dar razón cabal de los acontecimientos y del destino de la civilización, y esto nos lleva a comprender que el tema de la vida humana está declamado y no es realmente tenido en cuenta, porque se supone que la vida de las personas no es agente productor de acontecimientos sino paciente de fuerzas macroeconómicas, étnicas, religiosas o geográficas; porque se supone que a los pueblos hay que demandarles objetivamente trabajo y disciplina social y, subjetivamente, credulidad y obediencia.
Luego de las observaciones hechas en torno al modo de considerar los fenómenos de la civilización teniendo en cuenta nuestro paisaje de formación, nuestras creencias y valoraciones, es conveniente que volvamos a concentrarnos en el tema central.
Nuestra situación actual de crisis no está referida a civilizaciones separadas como podía ocurrir en otros tiempos en los que esas unidades podían interactuar ignorando o regulando factores. En el proceso de mundialización creciente que estamos sufriendo debemos interpretar los hechos actuando en dinámica global y estructural. Sin embargo, vemos que todo se desestructura, que el Estado nacional está herido por los golpes que le propinan desde abajo los localismos y desde arriba la regionalización y la mundialización; que las personas, los códigos culturales, las lenguas y los bienes se mezclan en una fantástica torre de Babel; que las empresas centralizadas sufren la crisis de una flexibilización que no alcanzan a poner en práctica; que las generaciones se abisman entre sí, como si en un mismo momento y lugar existieran subculturas separadas en su pasado y en sus proyectos a futuro; que los miembros de la familia, que los compañeros de trabajo, que las organizaciones políticas, laborales y sociales experimentan la acción de fuerzas centrífugas desintegradoras; que las ideologías, tomadas por ese torbellino, no pueden dar respuesta ni pueden inspirar la acción coherente de los conjuntos humanos; que la antigua solidaridad desaparece en un tejido social cada vez más disuelto y que, por último, el individuo de hoy que cuenta con mayor número de personas en su paisaje cotidiano y con más medios de comunicación que nunca, se encuentra aislado e incomunicado. Todo lo mencionado muestra que aun esos hechos desestructurados y paradojales responden al mismo proceso que es global y que es estructural y si las antiguas ideologías no pueden dar respuesta a estos fenómenos es porque ellas forman parte del mundo que se va. Sin embargo, muchos piensan que estos hechos marcan el fin de las ideas y el fin de la Historia, del conflicto y del progreso humano. Por nuestra parte, a todo ello le llamamos «crisis», pero estamos muy lejos de considerar a esta crisis como una decadencia final porque vemos que en realidad la disolución de las formas anteriores va correspondiendo a la ruptura de un ropaje que ya queda chico al ser humano.
Estos acontecimientos que han comenzado a ocurrir más aceleradamente en un punto que en otro no tardarán en cubrir a todo el planeta, y en aquellos lugares donde hasta hoy se sostenía un triunfalismo injustificado veremos aparecer fenómenos que el lenguaje cotidiano calificará de «increíbles». Estamos avanzando hacia una civilización planetaria que se dará una nueva organización y una nueva escala de valores y es inevitable que lo haga partiendo del tema más importante de nuestro tiempo: saber si queremos vivir y en qué condiciones queremos hacerlo. Seguramente, los proyectos de círculos minoritarios codiciosos y provisionalmente poderosos no tendrán en cuenta este tema válido para todo ser humano pequeño, aislado e impotente y, en cambio, considerarán como decisivos a los factores macrosociales. Sin embargo, al desconocer las necesidades del ser humano concreto y actual serán sorprendidos en unos casos por el desaliento social, en otros casos por el desborde violento y, en general, por la fuga cotidiana a través de todo tipo de droga, neurosis y suicidio. En definitiva, que tales proyectos deshumanizados se atascarán en el proceso de la puesta en práctica porque un veinte por ciento de la población mundial no estará en condiciones de sostener por mucho más tiempo la distancia progresiva que lo va separando de ese ochenta por ciento de seres humanos necesitados de condiciones mínimas de vida. Como todos sabemos, ese síndrome no podrá desaparecer por el simple concurso de psicólogos, de fármacos, de deportes y de sugerencias de los formadores de opinión. Ni los poderosos medios de comunicación social, ni el gigantismo del espectáculo público servirán para convencernos que somos hormigas o simple número estadístico, pero si lograrán, en cambio, que se acentúe la sensación de absurdo y de sin sentido de la vida.
Yo creo que en la crisis de civilización que estamos padeciendo existen numerosos factores positivos que deben ser aprovechados del mismo modo que aprovechamos la tecnología cuando se refiere a la salud, la educación y la mejora de las condiciones de vida, aunque la rechacemos si se aplica a la destrucción porque está desviada del objetivo que la hizo nacer. Los acontecimientos están contribuyendo positivamente a que revisemos globalmente todo lo que hemos creído hasta hoy, que apreciemos la historia humana desde otra óptica, que lancemos nuestros proyectos hacia otra imagen de futuro, que nos miremos entre nosotros con una nueva piedad y tolerancia. Entonces, un nuevo Humanismo se abrirá paso por este laberinto de la Historia en el que el ser humano creyó anularse tantas veces.
La crisis actual se propaga en todas las direcciones del planeta y no se radica simplemente en una Comunidad de Estados Independientes o en Moscú, que a la sazón fueron los puntos de expresión más notables de dicha crisis. La civilización mundial, hoy en marcha, no puede prescindir de las iniciativas de este gran pueblo porque de las soluciones que encuentre para sus problemas depende el futuro de todos nosotros en tanto partícipes de la misma civilización mundial.
Hemos hablado del concepto de civilización y de lo que consideramos es hoy la civilización que se mundializa; hemos tocado también el tema de la crisis y el de las creencias en que nos apoyamos para interpretar este momento en que vivimos. En cuanto al concepto de «Humanismo», que aparece integrando el título de esta conferencia solo quiero indicar algunos temas. En primer término, no estamos hablando del Humanismo histórico, del de las letras y las artes que se constituyó en motor del Renacimiento y que rompió las ataduras oscurantistas de aquella larga noche medieval. El Humanismo histórico tiene su caracterización precisa y de él nos sentimos continuadores no obstante la falsedad de ciertas corrientes confesionales actuales que se autotitulan «humanistas»… no puede haber Humanismo allí donde se ponga algún valor por encima del ser humano. Debo destacar, además, que el Humanismo extrae su explicación del mundo, de los valores, de la sociedad, de la política, del Arte y de la Historia, básicamente de su concepción del ser humano. Es la comprensión de la estructura de ésta la que da claridad a su enfoque. No puede procederse de otro modo, no puede llegarse al ser humano desde otro punto de arranque que no sea el ser humano. Para el contemporáneo no se puede partir de teorías sobre la materia, sobre el espíritu o sobre Dios… es menester partir de la estructura de la vida humana, de su libertad y su intención y, lógicamente, ningún determinismo o naturalismo puede convertirse en humanismo porque su supuesto inicial hace accesorio al ser humano.
El Humanismo de hoy define al ser humano como «… aquel ser histórico cuyo modo de acción social transforma a su propia naturaleza». Encontramos aquí los elementos que, desarrollados debidamente, pueden justificar una teoría y una práctica que dé respuesta a la emergencia contemporánea. Extendernos en consideraciones sobre la definición dada nos llevaría demasiado lejos y no contamos con tiempo suficiente para hacerlo.
No escapa a nadie que la rápida descripción que hemos hecho de la civilización y de la crisis actual parten de tener en cuenta a la estructura de la existencia humana y que tal descripción es justamente la del Humanismo contemporáneo en su aplicación a un tema dado. Los términos de «Crisis de Civilización» y «Humanismo» quedan ligados cuando proponemos una visión que puede contribuir a sortear algunas de las dificultades actuales. Aunque no abundemos más en su caracterización queda en claro que estamos considerando el tema del Humanismo como conjunto de ideas, como quehacer práctico, como corriente de opinión y como posible organización que lleve adelante objetivos de transformación social y personal, dando acogida en su seno a particularidades políticas y culturales concretas sin que éstas desaparezcan como fuerzas de cambio diferentes, pero convergentes en su intención final. Flaco favor haría a este momento de cambio quien se sintiera destinado a hegemonizar y universalizar una determinada tendencia precisamente en el momento de la descentralización y del clamor de reconocimiento de las particularidades reales.
Quisiera terminar con una consideración muy personal. En estos días tuve la oportunidad de asistir a encuentros y seminarios con personalidades de la cultura, científicos y académicos. En más de un caso me pareció advertir un clima de pesimismo cuando intercambiábamos ideas sobre el futuro que nos tocaría vivir. En esas ocasiones no me sentí tentado a hacer exaltaciones ingenuas, ni a declarar mi fe por un futuro venturoso. Sin embargo, en este momento creo que debemos hacer el esfuerzo de sobreponernos a este desaliento, recordando otros momentos de grave crisis que vivió y superó la especie humana. En este sentido quisiera evocar aquellas palabras, que comparto plenamente, y que vibran ya en los orígenes de la Tragedia griega: «…de todos los caminos, aparentemente cerrados, siempre el ser humano encontró la salida».
Nada más, muchas gracias.