Hemos visto que la constitución abierta del ser humano se refiere al mundo, en sentido no simplemente óntico sino ontológico. Además, hemos considerado que en esa constitución abierta prima el futuro como pro-yecto y como finalidad. Esa constitución, proyectada y abierta, estructura el momento en que se encuentra de manera que, inevitablemente, lo “apaisaja” como situación actual por “entrecruzamiento” de retenciones y protensiones temporales de ninguna manera dispuestas como lineales “ahoras”, sino como actualizaciones de tiempos diferentes.

Agregaremos: la referencia en situación es el propio cuerpo. En él se relaciona su momento subjetivo con la objetividad y por él puede comprenderse como “interioridad” o “exterioridad” según la dirección que dé a su intención, a su “mirada”. Frente a este cuerpo está todo-lo-que-no-es-él, reconocido como no dependiente inmediatamente de la propia intencionalidad pero susceptible de ser actuado por intermediación del propio cuerpo. Así, el mundo en general y otros cuerpos humanos ante los que el propio cuerpo tiene alcance y registra su acción, ponen las condiciones en las que la constitución humana configura su situación. Estos condicionantes determinan la situación y se presentan como posibles a futuro y en la relación futura con el propio cuerpo. De esta manera, la situación presente puede ser comprendida como modificable en el futuro.

El mundo es experimentado como externo al cuerpo, pero el cuerpo es visto también como parte del mundo ya que actúa en éste y de éste recibe su acción. De tal manera, la corporeidad es también una configuración temporal, una historia viviente lanzada a la acción, a la posibilidad futura. El cuerpo deviene prótesis de la intención, responde al colocar-delante-propio-de-la-intención, en sentido temporal y en sentido espacial. Temporalmente, en tanto puede actualizar a futuro lo posible de la intención; espacialmente, en tanto representación e imagen de la intención.31

El destino del cuerpo es el mundo y, en tanto parte del mundo, su destino es transformarse. En este acontecer, los objetos son ampliaciones de las posibilidades corporales y los cuerpos ajenos aparecen como multiplicaciones de esas posibilidades, en cuanto son gobernados por intenciones que se reconocen similares a las que manejan al propio cuerpo.

¿Por qué necesitaría esa constitución humana transformar el mundo y transformarse a sí misma? Por la situación de finitud y carencia temporoespacial en que se halla y que registra, de acuerdo a distintos condicionamientos, como dolor (físico) y sufrimiento (mental). Así, la superación del dolor no es simplemente una respuesta animal, sino una configuración temporal en la que prima el futuro y que se convierte en un impulso fundamental de la vida aunque ésta no se encuentre urgida en un instante dado. Por ello, aparte de la respuesta inmediata, refleja y natural, la respuesta diferida y la construcción para evitar el dolor están impulsadas por el sufrimiento ante el peligro y son re-presentadas como posibilidades futuras o actualidades en las que el dolor está presente en otros seres humanos. La superación del dolor, aparece pues, como un proyecto básico que guía a la acción. Es esa intención la que ha posibilitado la comunicación entre cuerpos e intenciones diversas en lo que llamamos la “constitución social”.

La constitución social es tan histórica como la vida humana, es configurante de la vida humana. Su transformación es continua pero de un modo diferente a la de la naturaleza. En esta no ocurren los cambios merced a intenciones. Ella se presenta como un “recurso” para superar el dolor y el sufrimiento y como un “peligro” para la constitución humana, por ello el destino de la misma naturaleza es ser humanizada, intencionada. Y el cuerpo, en tanto naturaleza, en tanto peligro y limitación, lleva el mismo designio: ser intencionalmente transformado, no sólo en posición sino en disponibilidad motriz; no sólo en exterioridad sino en interioridad; no sólo en confrontación sino en adaptación…